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Desigualdad, Democracia, Soberanía

Inventario para preparar la reconquista

Quiero saber de dónde parto Para guardar tanta esperanza Paul Eluard, (Poesía ininterrumpida)

Ciertas revelaciones nos reenvían a lo que ya sabíamos. ¿Recién nos damos cuenta de que a algunos dirigentes políticos les gusta el dinero y que frecuentan a los que lo poseen?, ¿de que todos ellos se quejan a veces como si fueran una casta por encima de las leyes?, ¿de que la fiscalidad favorece a los contribuyentes más ricos?, ¿de que la libre circulación del capital les permite esconder su tesoro en paraísos fiscales?

El descubrimiento de las transgresiones individuales debería conducir a cuestionar el sistema que los ha engendrado. Ahora bien, en estas últimas décadas, la transformación del mundo fue tan veloz que le ganó de mano a nuestra capacidad de análisis. Ante la caída del muro de Berlín, la emergencia de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) y de nuevas tecnologías; ante las crisis financieras, las revueltas árabes, la decadencia europea: en cada oportunidad los expertos nos anunciaron el fin de la historia o el nacimiento de un nuevo orden mundial.

Más allá de estos entierros prematuros o de estos partos imprevisibles, es importante hacer un balance de las tres grandes tendencias más o menos universales que tuvieron como consecuencia: la expansión de las desigualdades sociales, la descomposición de la democracia política y la reducción de la soberanía nacional. A la manera de pústulas de un gran cuerpo enfermo, cada “escándalo” nos permite ver cómo los elementos de este tríptico resurgen separadamente y se ensamblan uno dentro de otro. El telón de fondo general podría resumirse así: al depender prioritariamente del arbitrio de una minoría privilegiada (la que invierte, especula, despide, presta), los gobiernos aceptan la desviación oligárquica de los sistemas políticos. Cuando se rebelan frente a esta negación del mandato que el pueblo les ha confiado, la presión internacional del dinero organizado intenta hacerlos caer.

La máquina desigualitaria
“Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse sino sobre la utilidad común”. Todos sabemos que el artículo primero de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano no fue jamás rigurosamente observado. Desde siempre, las distinciones estuvieron motivadas por algo ajeno a la utilidad común: el lugar donde se tiene la suerte o la mala suerte de nacer, la condición de los padres, el acceso a la educación y a la salud, etc. Pero el peso de estas diferencias se veía a veces aliviado por la creencia de que la movilidad social compensaba las desigualdades de nacimiento. Para Alexis de Tocqueville, este tipo de esperanza –más difundida en Estados Unidos que en el Viejo Continente–, ayudaba a los estadounidenses a acomodarse a la disparidad de los ingresos, más importante allí que en cualquier otra parte. Un pequeño contador de Cleveland o un joven californiano no profesional podía soñar que su talento y tenacidad lo propulsaría al lugar que John Rockefeller o Steve Jobs habían ocupado antes que él.

“La desigualdad en sí misma no fue jamás un grave problema en la cultura política estadounidense, que insiste sobre la igualdad de oportunidades más que sobre los resultados –recuerda todavía hoy el intelectual conservador Francis Fukuyama–. Pero el sistema solo continúa siendo legítimo si las personas siguen creyendo que, trabajando duro y dando lo mejor de sí, ellos mismos y sus hijos tienen grandes oportunidades de progresar, y si tienen buenas razones para pensar que los ricos se hicieron ricos respetando las reglas del juego” (1). Esta fe secular, tranquilizadora o anestesiante, se evapora en el mundo entero. Interrogado seis meses antes de su elección a la presidencia de la República sobre los medios para la “recuperación moral”, que era su más ardiente deseo, François Hollande mencionaba el “sueño francés corresponde al discurso republicano que nos permitió avanzar a pesar de las guerras, las crisis, las divisiones. Hasta estos últimos años, teníamos la convicción de que nuestros hijos vivirían mejor que nosotros”. Pero el candidato socialista agregó: “Esta creencia se disipó” (2).

El mito de la movilidad social cede el paso al temor del desclasamiento. Un obrero tiene pocas chances de convertirse en patrón, periodista, banquero, profesor universitario, dirigente político. Las grandes escuelas están todavía más cerradas a las categorías populares que en el momento en que Pierre Bourdieu publicó Los Herederos, en 1964. Lo mismo sucede con las mejores universidades del mundo cuyos gastos de escolaridad estallaron (3). Incapaz de seguir pagando sus estudios superiores, una joven acaba de suicidarse en Manila. Y, hace dos años, un estudiante estadounidense explicaba: “Debo setenta y cinco mil dólares. Pronto voy a ser incapaz de devolver mis cuotas. Como mi padre es el garante va a tener que devolver mi deuda. Él también va a quebrar. Por lo tanto habré arruinado a mi familia porque quise educarme por encima de mi clase” (4). Él quiso vivir el sueño americano “de los harapos a la fortuna”. Por culpa suya, su familia recorrerá el camino inverso.

Cuando “el ganador se lleva todo” (5), la desigualdad de los ingresos pone de manifiesto en ocasiones la patología social. La familia Walton, propietaria del gigante de la distribución Walmart, poseía hace treinta años 61.992 veces la riqueza media estadounidense. Probablemente no era suficiente, porque actualmente posee 1.157.827 veces más. Los Walton solos acumularon tanto dinero como las 48.800.000 de familias más pobres (6). La patria de Silvio Berlusconi tiene un pequeño retraso respecto de las proezas estadounidenses pero, el año pasado, el Banco de Italia anunció que “las diez primeras fortunas nacionales detentaban tanto dinero como los tres millones de italianos más pobres” (7).

Y, ahora, China, India, Rusia o los países del Golfo se abren paso a codazos en el club de los millonarios. En materia de concentración de los ingresos y de explotación de los trabajadores, no tienen nada que aprender de los occidentales, a quienes, por otra parte, brindan de buena gana lecciones de liberalismo salvaje (8). Los millonarios indios que poseían en 2003 el 1,8% de la riqueza nacional, cinco años más tarde acapararon el 22% (9). Mientras tanto se volvieron un poco más numerosos, pero un 22% de las riquezas para un grupo de sesenta y un individuos ¿no es demasiado para una nación de más de mil millones de habitantes? Mukesh Ambani, el hombre más rico del país, tal vez se plantea la pregunta desde el salón de su casa rutilante de veintisiete pisos que domina Bombay –una ciudad donde la mitad de sus habitantes continúa viviendo en tugurios–.

Hemos llegado a un punto en que el Fondo Monetario Internacional (FMI) se preocupa… Después de haber proclamado durante mucho tiempo que la “dispersión de los ingresos” era un factor de emulación, de eficiencia, de dinamismo, observa que el 93% del crecimiento económico de Estados Unidos durante el primer año de su recuperación económica solo benefició al 1% de los estadounidenses más ricos. Incluso al FMI le parece demasiado. Pues dejando de lado toda consideración moral ¿cómo asegurar el desarrollo de un país cuyo crecimiento beneficia cada vez más a un grupo reducido que por disponer de todo ya no compra gran cosa? Y que, en consecuencia, atesora o especula, alimentando un poco más una economía financiera ya parasitaria. Hace dos años, un estudio del FMI deponía las armas. Admitía que favorecer el crecimiento y reducir las desigualdades constituían “las dos caras de una misma moneda” (10). Los economistas observan por otra parte que a los sectores industriales que dependen del consumo de las clases medias comienzan a faltarles los mercados, en un mundo donde la demanda global, cuando no está asfixiada por la política de austeridad, privilegia los productos de lujo y los de baja gama.

Según los abogados de la globalización, la profundización de las desigualdades sociales provendría sobre todo de un crecimiento tan rápido de las tecnologías que castiga a los habitantes menos instruidos, menos móviles, menos flexibles, menos ágiles. La respuesta al problema ya se habría encontrado: la educación y la formación (de los rezagados). En febrero último, el semanario de las “elites” internacionales The Economist resumía este relato legitimista, del cual la política y la corrupción están ausentes: “Las ganancias del 1% de los más ricos pegaron un salto gracias a la prima que una economía globalizada, basada en la alta tecnología, confiere a las personas inteligentes. Una aristocracia que antes destinaba su dinero ‘al vino, a las mujeres y a la música’ fue reemplazada por una elite instruida en las business schools cuyos miembros se casan entre ellos y gastan sabiamente su dinero pagando a sus hijos cursos de chino y abonos a The Economist”(11).

La sobriedad, el pudor y la sabiduría de padres atentos, que forman a sus hijos con la única lectura que los volverá mejores, explicarían así la expansión de las fortunas. No está prohibido proponer otras hipótesis. Como por ejemplo la de que el capital, menos gravado que el trabajo, consagra a la consolidación de su sostén político una parte de los ahorros que obtiene de las decisiones que lo favorecieron: fiscalidad (…)

Artículo completo: 4 829 palabras.

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Serge Halimi

Director de Le Monde Diplomatique.

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