Residual hace cincuenta años, el número de personas que viven solas ha explotado en los países “desarrollados”. Algunos ven allí el signo de un aislamiento social creciente, incluso de una forma de narcisismo. Sin embargo, el estudio de las condiciones que hicieron posible esta transformación revela un cuadro mucho más matizado, mezcla de individualismo y profusión relacional.
Al principio del Antiguo Testamento, Dios creó el mundo realizando una tarea por día: los cielos y la tierra, la luz, las especies vegetales y animales de toda clase, etc. De cada una de sus obras, Dios observó con satisfacción que “es buena”. Pero el tono cambió al crear a Adán y descubrir la imperfección de la criatura humana: “No es bueno que el hombre esté solo”, se dio cuenta. En consecuencia, creó a Eva para que le hiciera compañía a Adán.
Con el tiempo, la exhortación a combatir la soledad humana sale del perímetro teológico e irriga la filosofía y la literatura. El poeta griego Teócrito asegura que “el hombre siempre necesitará el hombre”, mientras que Marco Aurelio, emperador romano inflamado de estoicismo asimila a los hombres a “animales sociales”. Nada expresa mejor la necesidad de vida colectiva que la invención de la familia. En todas las épocas y en todas las culturas, es la familia, y no el individuo el fundamento de la vida social y económica. Los evolucionistas aseguran incluso que, en las sociedades primitivas, vivir en grupo representaba una ventaja decisiva en la lucha por la supervivencia, en términos no sólo de seguridad sino de alimentación y (...)
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