Irmgard Schulz quita la vista de los afiches del sindicato alemán Ver.di -el gremio unificado del sector de servicios- pegados en la pared de la sala de reuniones, para levantarse y hablar. “En Japón, Amazon acaba de adquirir algunas cabras para que pasten en las inmediaciones de uno de sus depósitos. La empresa les colgó la misma tarjeta que llevamos nosotros en el cuello... No le falta nada: el nombre, la foto, el código de barras.” Estamos en la reunión semanal de los empleados de Amazon en Bad Hersfeld (Hesse, Alemania). Con esta sola imagen, la empleada de logística acaba de resumir la filosofía social de la multinacional de ventas en línea, que ofrece al consumidor comprar en un par de clics y que le envíen en cuarenta y ocho horas un escobillón, las obras completas de Marcel Proust o una moto.
Cien mil personas de todo el mundo trabajan en ochenta y nueve depósitos logísticos cuya superficie acumulada suma cerca de siete millones de metros cuadrados. En menos de dos décadas, Amazon se lanzó a la vanguardia de la economía digital, junto con Apple, Google y Facebook. Desde su entrada en bolsa en 1997, su volumen de ventas se multiplicó por cuatrocientos veinte, alcanzando los 62.000 millones de dólares en 2012. Su fundador y presidente, Jeffrey Preston Bezos, metódico y libertario, inspira a los periodistas retratos de lo más halagadores, en especial desde que en agosto pasado invirtiera 250 millones de euros –el 1% de su fortuna personal– para comprar el venerable diario estadounidense The Washington Post. El tema del éxito económico seguramente eclipsa el de las condiciones laborales de sus empleados...
Texto completo en la edición impresa del mes de noviembre 2013
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