Aunque en general las privaciones afectan a los más carenciados, se diría que en Venezuela sucede todo lo contrario. Aquí, cuanto más se sube en la jerarquía social, más parecen estar desprovistos de los productos de primera necesidad los estantes de los supermercados.
Estación Altamira, barrio elegante del este de Caracas. Alejandra entra al cuarto supermercado del día. Su madre acaba de llamarla para asegurarle que “allí, seguro”, encontrará papel higiénico. No sin agregar: “Si encuentras harina de maíz, compra la mayor cantidad posible”. Una pila de papel higiénico se encuentra realmente allí, dispuesta como un trofeo en medio de la primera góndola. “¡Por fin!”, se alegra Alejandra, que envía pronto un mensaje de texto de victoria a su madre. El precio es cuatro veces más elevado que el que ella debería pagar normalmente por este producto cuya comercialización regula el Estado. El supermercado está dentro de la ilegalidad, pero a Alejandra no le importa. Llena un carrito de paquetes de doce rollos, echa una rápida ojeada a la sección donde debería estar la harina y se dirige a las cajas.
Otros clientes ya se encuentran allí y todos hacen el mismo análisis: “inflación”, “racionamiento”, “deshonestidad”...
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