En materia de política exterior rusa, los comienzos del año 2014 habrán estado marcados por dos acontecimientos capitales. En primer lugar, los Juegos Olímpicos de invierno de Sochi, cuya organización generó en los medios occidentales una vasta campaña crítica del régimen de Vladimir Putin; luego, mientras los juegos finalizaban, la crisis ucraniana. De alguna manera, estos dos momentos fuertes representan las dos facetas de la nueva política exterior del Kremlin: por un lado, su intento de iniciarse en el soft power, el “poder suave”, y por el otro, el recurso brutal y más tradicional a las relaciones de fuerzas.
Los juegos de Sochi tenían el propósito de mostrarle al mundo que Rusia era capaz de organizar un evento planetario de envergadura utilizando los medios más modernos, ya sea para la organización de las pruebas, ya sea para garantizar la seguridad de los participantes en una región -el Cáucaso- particularmente sensible. Tenían que permitir mejorar su imagen en la opinión pública internacional, elemento esencial del restablecimiento de Moscú como actor principal de un mundo multipolar. Sin embargo, su perfecto éxito, pese a los ecos deformados que le llegaron al público occidental, no acarreó los efectos calculados. Los grandes medios no tuvieron ningún problema en suscitar la hostilidad de la opinión poniendo el énfasis en las incertidumbres ligadas a la preparación de los juegos, y sobre todo, detallando las leyes represivas votadas desde el retorno al poder de Putin: leyes sobre el control de las organizaciones no gubernamentales, sobre el control de internet, sobre la “propaganda homosexual”…
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