El Estado Islámico, ese movimiento yihadista que ya controla buena parte del noreste de Siria y del noroeste de Irak, aparece tan determinado y seguro de sí mismo como confusa toda la región que lo rodea. No constituye en absoluto un Estado nuevo, dado que rechaza la noción de frontera y no les presta atención alguna a las instituciones. En contrapartida, nos enseña mucho acerca de la situación en Medio Oriente, y sobre todo acerca de la situación de los Estados en la región, por no hablar de la política exterior de los países occidentales.
Este movimiento conquistador tiene una identidad sorprendentemente clara, dados su composición –voluntarios de todos lados– y sus orígenes. La historia empieza en Irak cuando, después de la invasión estadounidense de 2003, un puñado de ex mujahidines de la guerra de Afganistán abre una franquicia local de Al-Qaeda. Enseguida su doctrina se disocia de la de la casa matriz: le dan prioridad al enemigo más cercano en vez de al adversario que está más lejos, como podrían ser Estados Unidos o Israel. Ignorando cada vez más al ocupante estadounidense, desatan una guerra confesional entre sunitas y chiitas, y después se internan en una lógica fratricida. Su ultraviolencia apunta ahora a los traidores y a los supuestos apóstatas entre los sunitas, es decir a su propio campo. La autodestrucción que le sigue, entre 2007 y 2008, limita esta esfera a unos pocos radicales reducidos a los confines del desierto iraquí...
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