El entusiasmo de los dirigentes por la “guerra” demuestra su desconocimiento de la realidad. Decidida en 2014, tras la toma de Mosul por el autodenominado Ejército Islámico (EI) y en medio del repudio por las decapitaciones, la intervención occidental suma un quinto estrato a la superposición de conflictos que inflaman la región árabe-islámica.
En 1979, la revolución iraní instauraba el primer régimen político oficialmente “islámico”, pero en realidad exclusivamente chiita. Así reavivaba una lenta sedimentación de la cual el ancestral conflicto entre sunnitas y chiitas representa el primer estrato. Cuando, tras tomar el poder en Teherán, el ayatollah Ruhollah Jomeini pidió una gestión colectiva de los Lugares Santos del islam, Arabia Saudita lo percibió como un desafío insoportable. Un año antes de morir cerca de Lyon como consecuencia de los atentados de 1995 en Francia, el joven yihadista Jaled Kelkal declaraba al sociólogo alemán que lo interrogaba: “El chiismo ha sido creado por los judíos para dividir al islam”. Los wahabitas sauditas tienen la antigua costumbre de masacrar chiitas, como lo demostraba ya en 1802 la toma de Kerbala (hoy en Irak), que derivó en la destrucción de santuarios y sepulcros, entre ellos el del imán Hussein, y el asesinato de muchos habitantes.
Hoy, esta “guerra de religión” desgarra a siete países de la región: Afganistán, Irak, Siria, Pakistán, Líbano, Yemen y Bahrein. Esporádicamente surge en Kuwait y Arabia Saudita. En Malasia, el chiismo se encuentra oficialmente prohibido. A escala planetaria, los atentados más ciegos, como aquellos cometidos durante peregrinaciones, matan diez veces más musulmanes que no musulmanes, y los tres países más afectados son Afganistán, Irak y Pakistán...
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