Llevar una demanda social a su concreción como política pública es un tránsito tortuoso. Implica traducir una propuesta que se formula subjetivamente, en un nivel abstracto e indeterminado, a un plano concreto, con precisión delimitada y aplicación inmediata. Este viaje inevitablemente debe atravesar las aguas de la realpolitik, por lo que la nave de los sueños se suele agitar en medio de las olas del azar electoral, la casuística legal y las contingencias más impredecibles. Se trata de un desplazamiento que desgarra la piel de los movimientos sociales porque es imposible que la facticidad de lo real acoja la inconmensurabilidad de un derecho absoluto.
Debido a que esta tensión es ineludible, la política como arte de hacer posible lo necesario, debe garantizar que este itinerario se realice respetando de forma rigurosa y efectiva el principio democrático. Traducir en leyes y medidas un mandato de la soberanía popular exige que el legislador se reconozca como un mediador constreñido, limitado, predispuesto a respetar la mayoría, aunque se oriente en una línea contraria a sus propios intereses y convicciones. Cuando el principio democrático no fluye, cuando la prescripción de los más numerosos no se respeta, la democracia deja de ser la base de la ley y la ley pasa a ser el límite de la democracia.
Esto se revela en la grotesca sentencia del Tribunal Constitucional en contra de la glosa presupuestaria que buscaba garantizar la gratuidad universitaria. Es una expresión brutal de la profunda fractura que se ha instalado entre la política y lo político, y entre lo institucional y lo cotidiano. Y esta ruptura explica por qué la Constitución vigente no sólo carece de legitimidad de origen, sino que también carece de legitimidad de ejercicio, debido a que su estructura radicalmente autoritaria le otorga a la minoría que la promulgó el monopolio del poder en la definición de un futuro compartido...
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