Ignorado en las celebraciones oficiales, el director teatral polaco Tadeusz Kantor es sin embargo una referencia mítica en el teatro contemporáneo. ¿Pero, qué memoria podemos conservar de un arte que desapareció al mismo tiempo que su creador?
Resulta extraño. En un mundo donde la manía conmemorativa tiende a sustituir toda conciencia histórica y toda memoria viva, el centenario del nacimiento de Tadeusz Kantor parece haber pasado prácticamente desapercibido. En Francia, por ejemplo, sólo se vio una discreta velada de homenaje, consensuada, en el Teatro del Odeon; un coloquio más que confidencial en la Sorbona; y una pequeña celebración por parte de jóvenes autores al margen del Festival de Aviñón (excluida deliberadamente del programa oficial por su actual dirección). Eso fue prácticamente todo. En la prensa, el mundo editorial, los medios y la televisión: nada.
Es decir, que la industria de la memoria oficial tiende, en el fondo, a ignorar el arte de Kantor, como si no hubiera existido. Sin embargo, su recuerdo, difuso, espectral, continúa habitando toda una parte del teatro contemporáneo. Es eso incluso lo más sorprendente: para toda una generación de jóvenes interesados en el teatro, nacidos demasiado tarde para haber asistido a alguno de sus espectáculos, la figura de Kantor se volvió propiamente mítica. Es como si, oscuramente, adivinaran que allí hubo, entre 1975 y 1990 una experiencia inaudita, fulgurante, definitivamente subversiva. Tal es la paradoja: ese arte, en principio destinado a desaparecer con su autor, sigue vivo, como esos astros extinguidos desde hace mucho, pero de los cuales seguimos percibiendo su resplandor...
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