Al transformar a personas dueñas de un vehículo en choferes ocasionales, sin contrato, la sociedad Uber no solo suscitó la furia de los choferes de taxis profesionales, sino que ahora su nombre simboliza el lazo entre nuevas tecnologías y precarización.
Hace cerca de diez años que somos rehenes de dos trastornos. El primero es producto de Wall Street; el segundo, del Silicon Valley. Uno y otro se complementan a las mil maravillas en el número del policía malo y el policía bueno: Wall Street predica la penuria y la austeridad, el Silicon Valley exalta la abundancia y la innovación.
Primer trastorno: la crisis financiera mundial, que resultó en un salvataje del sistema bancario, transformó el Estado social en un campo en ruinas. El sector público, última muralla contra las avanzadas de la ideología neoliberal, salió mutilado, incluso totalmente aniquilado. Los servicios públicos, que sobrevivieron a los golpes presupuestarios, tuvieron que aumentar sus tarifas o se vieron obligados a experimentar nuevas tácticas de supervivencia. Así, algunas instituciones culturales, a falta de algo mejor, debieron apelar a la generosidad de los particulares recurriendo al financiamiento participativo: como las subvenciones públicas desaparecieron, no tenían otra elección más que el populismo de mercado o la muerte...
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