En 2015, se vendieron en el mundo 1.424 millones de teléfonos inteligentes; doscientos millones más que el año anterior. La tercera parte de la humanidad lleva una computadora en el bolsillo. Manipular este practiquísimo aparato es algo tan natural, que preferiríamos olvidar el trueque que nos impone, sobre el cual descansa toda la economía digital: las empresas de Silicon Valley ofrecen aplicaciones a usuarios que, a cambio, les entregan sus datos personales. Localización, historial de la actividad en línea, contactos, etc., se recogen impúdicamente, se analizan y revenden a anunciantes publicitarios felicísimos de llegar a “las personas correctas para transmitirles el mensaje correcto en el momento oportuno”, como pregona la directiva de Facebook. “Si es gratuito, el producto es usted”, como anunciaba ya un adagio de los años 70.
Mientras las controversias sobre la vigilancia se multiplican, desde las revelaciones de Edward Snowden en 2013, la expropiación de datos con propósitos comerciales no es vista como una cuestión política, esto es, vinculada al interés común y eventualmente sujeta a deliberación colectiva. Salvo en las asociaciones especializadas, no se le da mayor importancia. Quizá por desconocimiento...
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