“Tienen miedo de que nos demos cuenta de que podemos gobernarnos nosotros mismos”, dice la maestra Eloísa. Ya se lo decía en agosto de 2013 a los centenares de simpatizantes llegados de México o del extranjero para aprender de la experiencia zapatista durante una activa semana de inmersión. Bautizada irónicamente como “Escuelita”, esta iniciativa apuntaba a invertir el síntoma del evangelizador, a “dar vuelta la tortilla”, como invitaba en otros tiempos el antropólogo André Aubry: instruirse en contacto con los centenares de campesinos mayas que practican, día a día, el autogobierno. Inaugurando con estas palabras la Escuelita de 2013, Eloísa recordaba entonces lo esencial y dejaba incrédulos a algunos observadores: modesta y no proselitista, no por eso la experiencia zapatista rompe menos desde hace veintitrés años con los principios seculares, hoy en día en crisis, de la representación política, de la delegación del poder y de la separación entre gobiernos y gobernados, que están en las bases del Estado y de la democracia modernos.
Tiene lugar a una escala no despreciable. Aunque no hay disponible ninguna cifra segura, se estima que, en esta región de selvas y montañas que cubre más de un tercio del estado de Chiapas (28.000 kilómetros cuadrados, más o menos el tamaño de Bélgica), entre el 15 y el 35% de la población –de 100.000 a 250.000 personas según los conteos– constituye la base del apoyo zapatista, es decir, aquellos y aquellas que así se declaran y que participan...
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