Indonesia enfrenta un doble peligro: la corrupción y el auge del integrismo. El Islam rigorista hace estragos. El lema del país “Unidad en la diversidad” sigue bajo amenaza.
La tarde se termina y el calor húmedo es pesado e intenso. El mercado de pulgas de la calle Surabaya, a las orillas del canal, está prácticamente desierto –un refugio de paz en medio del caos de autos y motos que saturan el centro de Yakarta–. Sin embargo Diky Rachma, que tiene un puesto donde se amontonan marionetas tradicionales, objetos preciosos, antigüedades verdaderas y falsas, no es para nada sensible al encanto de este inhabitual silencio. Sentado afuera con uno de sus clientes, critica a “los organizadores de las manifestaciones” gigantes que sacudieron la capital de Indonesia, en octubre y noviembre de 2016, y espantan a los turistas. Y designa a los culpables: el Frente de los Defensores del Islam (FPI) y quienes lo apoyan. Creado después de la caída de la dictadura, en 1998 y avalado por el ejército y la policía, este grupo de extremistas musulmanes con aires de milicia supo extender sus tentáculos en sociedad política.
En vísperas de las elecciones locales logró, con organizaciones amigas, reunir una multitud heteróclita: de islamistas fundamentalistas, de musulmanes sinceramente preocupados por el futuro de su religión y de simples habitantes descontentos con la política llevada a cabo por el intendente de la ciudad, Basuki Tjahaja Purnama, conocido como Ahok, un cristiano de origen chino...
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