La baja participación electoral es uno de los factores más determinantes de la realidad política chilena. Este factor ha cambiado de forma profunda las correlaciones de fuerza entre partidos y coaliciones y ha obligado a generar nuevas estrategias electorales.
Ya desde antes del 31 de enero de 2012, cuando comenzó a regir la Ley Nº20.568 que reguló la inscripción automática y el voto voluntario, las cifras de participación electoral indicaban un descenso importante, y desde 1998 se podía constatar un incremento del voto nulo. Pero sólo desde 2012 esta disminución ha sido abrumadora, llegando a un mínimo en las últimas elecciones municipales de 2016, cuando la abstención llegó al 65%. Por eso en las presidenciales y parlamentarias de este mes la variable más importante en los resultados será el volumen de participación, atendiendo a que el electorado de mayores ingresos tiene un hábito de participación electoral más consolidado y constante, por lo cual la cifra de abstención en el resto de la sociedad determinará su capacidad de representación.
Pero más allá de los efectos estrictamente electorales existe una consecuencia netamente social de la que no se habla mucho. Ya en 1996 el politólogo Arend Lijphart señaló que las desigualdades en la participación electoral son perjudiciales para el conjunto de la vida social y económica de los países ya que “la participación desigual genera una influencia desigual”. Esto representa un gran dilema: los sectores más propensos a votar son sobreatendidos y representados en los programas y políticas públicas, mientras los menos propensos a votar son olvidados o menos considerados por parte de los candidatos y tomadores de decisión...
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