Al adoptar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el 10 de diciembre de 1948, cincuenta y ocho países se pusieron de acuerdo, por primera vez, sobre unos principios que permitieran a cada ser humano vivir en libertad, igualdad y dignidad. Si bien se han alcanzado muchos progresos desde esa proclamación, la explosión de las desigualdades y la pasividad de los Estados amenazan tanto las libertades políticas como los derechos económicos y sociales, que son más frágiles aun por el hecho de ser considerados distintos.
Leer y releer la Declaración Universal de los Derechos Humanos, setenta años después de su adopción por la Organización de las Naciones Unidas en París, siempre es un ejercicio útil, porque ese texto sigue proponiendo hoy en día la visión más progresista de lo que nuestro mundo podría ser. En el momento de celebrar ese aniversario, sería lógico recalcar los innegables progresos realizados en común durante todos estos años, con el objetivo de transformar esa visión en realidad. Pero la honestidad obliga a decir que la intolerancia aumenta y las desigualdes extremas se propagan, mientras se hace patente la incapacidad de los Estados de tomar colectivamente las medidas necesarias para enfrentar las amenazas globales. Nos encontramos exactamente en la situación que los países firmantes de la Declaración se prometieron evitar. No nos conformemos entonces con una celebración, y aprovechemos esta oportunidad histórica para hacer un balance y comprometernos a materializar los derechos humanos para las grandes mayorías.
El artículo 2 de la Declaración Universal enuncia que los derechos que ella proclama pertenecen a cada uno de nosotros, ya seamos ricos o pobres, cualquiera sea nuestro sexo o el color de nuestra piel, el país donde vivimos, el idioma que hablamos, nuestras ideas o creencias. Lejos de haberse traducido en hechos, este universalismo, que subyace a todos los derechos de las personas, es blanco de violentos ataques. Amnistía Internacional, al igual que otras organizaciones, señalan sin descanso que los discursos que rezuman estigmatización, odio y miedo se propagan inusitadamente en el mundo desde los años 30. La reciente victoria de Jair Bolsonaro en la elección presidencial brasileña, a pesar de su programa abiertamente hostil a los derechos fundamentales, ilustra a la perfección los desafíos que debemos enfrentar. Si logra poner en práctica las promesas de una campaña deshumanizante, el acceso al poder de Bolsonaro pone en riesgo a los pueblos indígenas, a las comunidades rurales tradicionales –llamadas ‘quilombos’–, a las personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e intersexo (LGBTI), a los jóvenes negros, a las mujeres, a los militantes y a las organizaciones de la sociedad civil.
Es crucial preguntarse por qué nos encontramos precisamente en la situación que la Declaración quería impedir; una situación en la que los derechos humanos son atacados y rechazados con el argumento de que protegerían a algunos y no a todos.
Si bien las múltiples razones que condujeron a semejante estado de cosas son complejas, algo es seguro: lo que está en cuestión es, en parte, nuestra incapacidad para considerar los derechos humanos como un conjunto indivisible de derechos intrínsicamente ligados y que se aplican a todos. La Declaración Universal no separaba los derechos civiles de los derechos culturales, económicos, políticos y sociales. No establecía distinciones entre la necesidad de materializar el derecho a la alimentación y la de garantizar la libertad de expresión. Reconocía ya lo que hoy admitimos comúnmente: ambos están intrínsecamente ligados.
En las décadas siguientes a la Declaración, los Estados disociaron ambos tipos de derechos, instaurando un desequilibrio en su percepción y protección (1). Pero las organizaciones (…)
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