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Hace treinta años, el Muro, la democracia y el marco alemán

Alemania del Este, historia de una anexión

La exultación, la libertad, un chelista virtuoso –Mstislav Rostropovich– tocando al pie de un muro resquebrajado, la posibilidad de otro mundo, la promesa de “paisajes florecientes” (1): la gesta del 9 de noviembre de 1989 se suele cantar al ritmo del Himno de la alegría. Sin embargo, desde hace algunos meses, se ha puesto de manifiesto la discordancia entre el gran relato de la “reunificación” y la violencia que siguió a aquella revolución “pacífica”. Este año, tras los resultados superiores al 20% que obtuvo el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AfD) en varios Länder de la antigua República Democrática Alemana (RDA), los sondeos según los cuales el “58% de los alemanes del Este tienen la sensación de que no están más protegidos de la arbitrariedad del Estado que en la RDA” (Die Zeit, 3 de octubre de 2019) y el éxito de obras que muestran la década de 1990 desde la perspectiva de los “perdedores”, la conmemoración de la caída del Muro adquiere un tono menos triunfal que en ocasiones anteriores. Hay algo que no encaja en esa bella historia de una Alemania Occidental que le ofrece de manera generosa el marco alemán y la democracia a su vecino, arruinado por cuatro décadas de dictadura comunista.

Verdadero socialismo
Durante el otoño de 1989, el pueblo de la RDA escribió su propia historia. Sin apoyo externo, las manifestaciones masivas en Berlín, Leipzig y Dresde derrocaron al Estado-partido dirigido por el Partido Socialista Unificado de Alemania (SED), así como a su policía política y los medios de comunicación a su servicio. En las semanas posteriores a la caída del Muro, la inmensa mayoría de los opositores al régimen –el 71%, según un sondeo de Der Spiegel (17 de diciembre de 1989)– no aspiraba a la unificación, sino a una RDA democrática. Las palabras de un pastor durante la enorme manifestación del 4 de noviembre de 1989 en la Alexanderplatz de Berlín traducen ese estado de ánimo: “Nosotros, los alemanes, tenemos una responsabilidad ante la historia: demostrar que un verdadero socialismo es posible” (2). Con el mismo tono, la escritora Christa Wolf lanzó y presentó en la televisión nacional el manifiesto “Por nuestro país”, que reunió 1,2 millones de firmas sobre un total de 16,6 millones de habitantes: “Todavía tenemos la oportunidad de desarrollar una alternativa socialista a la RFA [República Federal de Alemania]”. En la “Mesa Redonda”, creada el 7 de diciembre sobre el modelo polaco y húngaro para “preservar la independencia” del país y redactar una constitución, movimientos de oposición y partidos tradicionales esbozaron los contornos de un socialismo democrático y ecológico. Sin embargo, la irrupción de las fuerzas políticas germano-occidentales pronto neutralizó dicha movilización.

Luego del desconcierto causado por los acontecimientos, los dirigentes de Bonn –entonces capital de la RFA– emprendieron la conquista electoral del país vecino. En los comicios legislativos del 18 de marzo de 1990 –los primeros sustraídos a la influencia del Estado-partido y de Moscú–, su injerencia fue tal que Egon Bahr, ex ministro socialdemócrata y artífice en los años 1970 del acercamiento entre las dos Alemanias, se refirió a estas elecciones como las “más sucias que he observado en mi vida” (3). Meses después, con el apoyo de Estados Unidos y la pasividad de una URSS debilitada, la República Federal, dirigida por el canciller conservador Helmut Kohl, llevó a cabo un espectacular golpe de fuerza: anexó un Estado soberano, liquidó por completo su economía e instituciones y le transplantó el régimen capitalista liberal.

Sin embargo, cuatro décadas después de la fundación de la RDA, en 1949, el pueblo ya se había forjado una identidad propia, marcada por las conquistas sociales en materia de trabajo, solidaridad, salud, educación y cultura, y, a la vez, por una hostilidad temeraria hacia el Estado-partido autoritario, un repliegue sobre la esfera privada y una atracción por el Oeste. Los arquitectos de la “reunificación” se dieron cuenta un poco tarde de que un pueblo no se disuelve del mismo modo en que se cierra un Kombinat (conglomerados de empresas en el bloque socialista).

Un país borrado
Para comprender los defectos de la historia oficial, en la cual nadie o casi nadie cree en el Este, es preciso deshacerse del propio término que la resume: nunca hubo “reunificación”. En la primavera de 1990, Wolfgang Schäuble, ministro del Interior de la RFA encargado de las negociaciones del Tratado de Unificación, hizo declaraciones inequívocas al respecto ante la delegación germano-oriental: “Estimados amigos, se trata del ingreso de la RDA a la República Federal, y no de lo contrario […] Lo que está sucediendo aquí no es la unificación de dos Estados iguales” (4). En lugar de someter una nueva Constitución a la votación de los dos pueblos alemanes reunidos, conforme a la Ley Fundamental de la RFA (artículo 146) y al deseo de los movimientos cívicos, Bonn impuso, simple y llanamente, una anexión de su vecino, en virtud de una oscura disposición que se había utilizado en 1957 para integrar el territorio del Sarre a la República Federal. El Tratado de Unificación, que se firmó el 31 de agosto de 1990 y entró en vigor el 3 de octubre siguiente, tan solo extendió la Ley Fundamental de Alemania Occidental a cinco nuevos Länder que se crearon para la ocasión y borró de un plumazo un país, del que hoy no se recuerda más que la inflexible dictadura policial, la indumentaria kitsch y el automóvil Trabant.

Se enfrentaban dos fuerzas desiguales. Los alemanes del Este querían libertades políticas y prosperidad, pero sin renunciar a las características de su sociedad. Para Bonn, explica el académico italiano Vladimiro Giacché, autor de una esclarecedora investigación que se titula Anschluss. La anexión, “la prioridad era la liquidación absoluta de la RDA” (5).

La primera etapa consistió en llenar a la vez las urnas y los bolsillos, dos objetos que el Estado-SED había desatendido bastante. El 6 de febrero de 1990, Kohl, al proponer extender el marco alemán occidental al Este, perseguía varios objetivos. En primer lugar, se proponía acoplar con firmeza la RDA al Oeste, en caso de que el tan complaciente Mijaíl Gorbachov fuera derrocado en Moscú. Pero, sobre todo, su objetivo era ganar las elecciones legislativas en la RDA previstas para el 18 de marzo. Sin embargo, según los sondeos, el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), recién creado, tenía una amplia ventaja sobre la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU), que participaba desde hacía décadas en el gobierno dominado por los comunistas. La solución de una “integración inmediata de la economía de la RDA en el área económica y monetaria del marco alemán” (6) conciliaba estos dos requisitos. Inspirada particularmente por el especialista en asuntos monetarios Thilo Sarrazin –que se volvió famoso veinte años después por su libro xenófobo Deutschland schafft sich ab [Alemania se desintegra]–, esta idea surgió en enero de 1990 en el Ministerio de Finanzas en Bonn. A comienzos de febrero, el canciller Kohl, escéptico hasta entonces, adoptó la propuesta de una unión monetaria acelerada y no tuvo en cuenta en absoluto la oposición del presidente de la Bundesbank –teóricamente independiente–, quien tuvo que comerse sus palabras.

Ante el público, esta posibilidad actuó como un fantástico acelerador de campaña. Dado que el marco del Oeste valía en ese momento 4,4 marcos orientales, la promesa de un cambio inmediato con una tasa de uno a uno entusiasmó a los habitantes del Este, acostumbrados a la penuria. Además, instaló el tema de la unificación de ambos Estados en el centro de la campaña. La CDU y sus aliados recuperaron su retraso y ganaron las elecciones con más del 48% de los votos, contra un 21% para el SPD y un 16% para el Partido del Socialismo Democrático (PDS, heredero del SED). Sin embargo, detrás del “acto de generosidad política de la República Federal de Alemania”, del que se vanagloriaba Lothar de Maizière, dirigente de la CDU del Este y gran vencedor de las elecciones, se escondía una decisión política: la “de asegurar, por medio del marco, la rápida anexión de la RDA a la RFA”, como observa Christa Luft, ministra de Economía desde diciembre de 1989 hasta abril de 1990 (7).

Con la moneda, toda la economía de mercado se transplantó de golpe a la RDA. “El marco alemán solo se podía dar a cambio de una transformación completa del sistema económico”, recuerda Sarrazin. Los términos del Tratado que se firmó el 18 de mayo ratificaban un cambio de régimen. “La unión económica se basa en la economía social de mercado en cuanto orden económico común de las dos partes contratantes. Este último está determinado, en especial, por la propiedad privada, la competencia, la libertad de precios y la libre y fundamental circulación de mano de (...)

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Rachel Knaebel y Pierre Rimbert

Periodistas, Berlín.

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