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El gobierno de Narendra Modi intensifica su política contra los “infiltrados”

Una India sin musulmanes

Nos habían avisado que era un lugar difícil de encontrar. Salimos de Guwahati, la capital de Assam, con las primeras luces del alba. Condujimos dos horas hacia el oeste, por el margen izquierdo del Brahmaputra, un río torrentoso que baja del Himalaya y desemboca en el Golfo de Bengala, en Bangladesh. De los veintinueve Estados federales, Assam es uno de los más pequeños. Ubicado en el extremo noreste de India, tiene una población de apenas 35 millones de habitantes, es decir, el 2,7% de los 1.350 millones que viven en el país. Tras bordear cientos de kilómetros de un campo caótico y cada vez más asfaltado, un cartel nos indica que el pueblo de Matia se encuentra a nuestra derecha.

El día anterior, nuestro guía, un joven antropólogo de Guwahati, renunció súbitamente. “Perdón, ¡es muy peligroso! La policía está en todas partes. Si me atrapan en los alrededores del campo con un periodista, puedo terminar en la cárcel, ¡me arruinaría la vida!”. En Matia, vamos a buscar a un docente musulmán –quien pide que no citemos su apellido– que nos lleva un poco más lejos, en dirección al río. De pronto, a la izquierda, en medio de un gran bosque, se erige un vasto conjunto de edificios en obra, rodeados por una enorme muralla de cemento rojo de unos diez metros de altura. También hay un segundo muro, un poco más bajo, que en su parte superior cuenta con varillas de hierro listas para colocar alambre de púas. Entre ambos, construyeron torres de vigilancia pintadas de amarillo, cada cien metros. La superficie total corresponde a “siete campos de fútbol”, señala nuestro guía. Toda esta estructura es el muy reciente campo de detención para las personas excluídas del Registro Nacional de Ciudadanos (NRC, por sus siglas en inglés) de Assam, un registro que, por el momento, solo existe en este Estado.

En agosto de 2019, la Corte Suprema de la India publicó la lista y, en un abrir y cerrar de ojos, 1,9 millones de personas quedaron privadas de su nacionalidad, de todos sus derechos y bajo la amenaza de una expulsión inmediata. Para la gente de Assam, se trata de “inmigrantes ilegales” del vecino Bangladesh, que “está claro” que deben “volver a su país” [to be deported]. El gobierno de Dacca declaró de inmediato que solo aceptaría recibir a esos “inmigrantes” si Delhi podía probar que eran de nacionalidad bangladeshí. A la espera de esa prueba, los excluidos –hombres, mujeres y niños– quedarían en detención provisoria. Así surgió este primer campo de Matia, cuya finalización está prevista para junio, antes de la llegada del monzón. Hay otros diez campos proyectados. Lo cierto es que es imposible proporcionar esa prueba y, como estas personas no tienen intenciones de irse, su destino es terminar sus días en esos campos. Una perspectiva que no parece conmover a la gente de Assam.

“Si Bangladesh no los recibe, tienen que ir a ese campo”, sostiene con un tono sereno Panindra Das, un granjero acomodado, sexagenario, de rostro suave, a quien conocimos en Gopalpur, un pueblo hindú ubicado a tres kilómetros de allí. Y agrega: “Además, el gobierno se tiene que ocupar de separar a los hombres de las mujeres, si no, van a tener hijos y el problema va a ser mayor”. El mismo discurso se oye entre los campesinos del pueblo musulmán vecino. “Los inmigrantes ilegales son seres humanos, no podemos matarlos”, explica Jalbahar Ali, propietario de un bicitaxi que genera las doscientas rupias diarias (2,7 dólares) que necesita, además de su parcela de tierra, para asegurar la supervivencia de su familia. “Pero son ilegales, hay que separarlos del resto de la población. Está bien que estén en los campos, pero tienen que trabajar, porque nosotros no tenemos por qué alimentarlos”, agrega.

Hinduismo como salvación
Por su parte, el gobierno central presenta a Matia como un centro de detención modelo, basado en “principios de humanidad”, dotado de “un hospital, una escuela, una cancha para los niños”. “¡Tenemos el mejor campo de Asia!”, afirma Das con orgullo. Muchos de los habitantes de los pueblos aledaños trabajan en esa obra por 350 rupias por día (4 dólares, es decir, el doble del salario mínimo).

Incluso cuando las autoridades no dieron ninguna cifra sobre la religión de estas personas “sin nacionalidad”, todos estiman que se trata de dos tercios de hindúes y un tercio de musulmanes; una proporción similar a la composición de Assam, que cuenta con un 34% de musulmanes, una de las tasas más elevadas de India (un 14% a nivel nacional). En el censo que se realiza cada diez años, se pide a las personas que indiquen su religión, pero no su nacionalidad. La gran proporción de hindúes entre los excluidos sorprendió a todos, ya que la idea de que esos “inmigrantes ilegales” vienen de Bangladesh y, por lo tanto, tienen que ser musulmanes, está ampliamente difundida. Bangladesh se creó en 1971, tras su separación violenta de Pakistán y, en 1988, inscribió al islam –practicado por el 90% de su población– como religión de Estado en la Constitución (1).

El elevado número de hindúes entre las personas excluidas crispó al gobierno de Narendra Modi, que desde hace seis años lleva adelante una política abiertamente antimusulmana (2). Entonces, se apresuraron a hacer pasar un viejo proyecto de enmienda del Código de la Ciudadanía, que otorga la nacionalidad a todos los hindúes que declaren haber entrado de manera ilegal en India para huir de las persecuciones religiosas en Pakistán y... Bangladesh. Esto permite de facto que todos los hindúes excluidos del NRC puedan ser incorporados. Y reservar los campos de detención para los musulmanes.

Este Citizenship Amendment Act (CAA), que se votó el 11 de diciembre de 2019 y entró en vigor el 10 de enero de 2020, provocó una ola de protestas en todo el país, pero no siempre por las mismas razones. “¡La India de hoy es la Alemania de 1933! Solo hay que reemplazar ‘judíos’ por ‘musulmanes’”, afirmaba angustiada Huma (...)

Artículo completo: 3 114 palabras.

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Pierre Daum

Periodista.

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