Una vez que esta tragedia haya quedado atrás, ¿todo volverá a ser como antes? Cada una de las crisis de los últimos treinta años alimentó la esperanza irracional de una toma de conciencia, un regreso a la razón, un freno. En el imaginario aparecía primero el confinamiento y luego la transformación de una dinámica sociopolítica de la que, al fin, todos habrían podido ver las limitaciones y peligros (1). Se suponía que la estampida bursátil de 1987 iba a contener la oleada de privatizaciones, y que las crisis financieras de 1997 y de 2007-2008 iban a hacer trastabillar la globalización feliz. Eso no sucedió.
A su vez, los atentados del 11 de septiembre suscitaron reflexiones críticas sobre el hubris estadounidense, así como interrogantes afligidos del tipo “¿Por qué nos odian?”. Eso tampoco duró. Lo cierto es que, incluso cuando el movimiento de ideas toma la dirección correcta, nunca es suficiente para detener las máquinas infernales; siempre se necesita la participación de seres humanos. Y cuando eso sucede, más vale no depender de los gobernantes responsables de la catástrofe, incluso si esos pirómanos se ponen melindrosos, hacen los sacrificios necesarios y pretenden haber cambiado (véase el artículo de Renaud Lambert y Pierre Rimbert p. 11). En particular, cuando su propia vida –al igual que la nuestra– está en peligro.
La mayoría de los franceses no conocimos de manera directa ni la guerra, ni golpes militares, ni toques de queda. Ahora bien, a fines de marzo, cerca de tres mil millones de habitantes estaban en cuarentena, muchos de ellos en condiciones extremadamente difíciles –no son escritores que se dedican a observar las camelias en flor en sus casas de campo–. Pase lo que pase en las próximas semanas, la crisis del coronavirus habrá constituido la primera angustia global de nuestras vidas: eso no se olvida. Los responsables políticos están obligados a tomarlo en cuenta, al menos en parte.
Por lo tanto, la Unión Europea acaba de anunciar la “suspensión general” de sus normas presupuestarias, el presidente francés Emmanuel Macron aplazó una reforma jubilatoria que habría castigado al personal hospitalario y el Congreso de Estados Unidos votó a favor de enviar un cheque a la mayoría de los estadounidenses. Sin embargo, hace poco más de diez años, los liberales ya habían aceptado un aumento espectacular de la deuda, un estímulo presupuestario, la nacionalización de los bancos y el restablecimiento parcial del control de los capitales para salvar su sistema en riesgo. Luego, la austeridad les permitió recuperar lo que habían cedido en ese sálvese quien pueda planetario. Incluso les posibilitó realizar algunos “avances”: los asalariados trabajan más, más tiempo y en condiciones más precarias; por su parte, los “inversionistas” y los rentistas pagan menos impuestos. Fueron los griegos quienes pagaron el precio más alto de este rescate cuando, en sus hospitales públicos, que estaban en una situación de peligro financiero y con medicamentos en falta, empezaron a verse enfermedades que creían desaparecidas.
Así, lo que en un principio permite pensar en un inesperado cambio de dirección podría desembocar en una “estrategia de shock”. En 2001, una hora después del ataque contra el World Trade Center, la consejera de un ministro británico le envió un correo a altos funcionarios de su ministerio: “Es un día ideal para hacer resurgir e implementar con disimulo todas las medidas que tenemos que tomar”. La consejera no necesariamente estaba pensando en las restricciones continuas a las libertades públicas bajo el pretexto de combatir el terrorismo, y menos aún en la guerra de Irak y los innumerables desastres que esa decisión angloestadounidense iba a provocar. Dos décadas más tarde, no hay que ser poeta ni profeta para imaginar la “estrategia de shock” que se delinea.
¿Triunfo del capitalismo digital?
Toda nuestra socialización corre el riesgo de verse transformada por la digitalización acelerada de nuestras sociedades, corolario del “quédate en casa” y el “distanciamiento”. La urgencia sanitaria volverá aún más imperiosa –o absolutamente caduca– la pregunta acerca de si se puede seguir viviendo sin internet (2). Hoy, todos deben llevar consigo un documento de identidad y no faltará mucho para que un teléfono celular no solo sea una herramienta útil, sino una exigencia con fines de control. Además, como las monedas y los billetes constituyen una fuente potencial de contaminación, las tarjetas de crédito y débito, nuevos garantes de la salud pública, permitirán que cada compra sea identificada, registrada y archivada. “Crédito social” a la china o “capitalismo de vigilancia”: la regresión histórica del derecho inalienable a no dejar huella del propio paso cuando no se transgredió ninguna ley se está instalando en nuestras mentes y nuestras vidas sin toparse con otra reacción más que una estupefacción de adolescente inmaduro. Tomar un tren sin dar a conocer su estado civil, usar su cuenta bancaria en línea sin entregar su número de celular y pasear sin ser filmado se había vuelto imposible ya antes del coronavirus. Con la crisis sanitaria, se franqueó un nuevo paso. En París, hay drones que vigilan las zonas de difícil acceso; en Corea del Sur, sensores que alertan a las autoridades cuando la temperatura de un habitante presenta un peligro para la población; en Polonia, los habitantes deben elegir entre instalar una aplicación de verificación de la cuarentena en su celular o visitas imprevistas de la policía a su domicilio (3). En tiempos de catástrofe, este tipo de dispositivos de vigilancia recibe el apoyo popular; no obstante, siempre sobreviven a las condiciones que los vieron nacer.
Una sociedad sin contacto
Asimismo, las transformaciones económicas que se perfilan también consolidan un universo en el que las libertades se restringen. Para evitar cualquier tipo de contaminación, millones de comercios, cafés, cines y librerías cerraron en todo el mundo. Estos no disponen de servicios de entrega a domicilio ni tienen la posibilidad de vender contenidos virtuales. Tras la crisis, ¿cuántos van a volver a abrir?, ¿en qué condiciones? Por el contrario, los negocios sonríen a los gigantes de la distribución como Amazon, que se prepara para crear cientos de miles de empleos de choferes y operarios de almacén, o Walmart, que anuncia la contratación de ciento cincuenta mil “socios”. Ahora bien, ¿quién conoce mejor que ellos nuestros gustos y preferencias? En este sentido, la crisis del coronavirus podría constituir un ensayo general que anticipa la disolución de los últimos focos de resistencia al capitalismo digital y al advenimiento de una sociedad sin contacto (4).
A menos que... A menos que voces, gestos, partidos, pueblos y Estados alteren ese libreto escrito de antemano. Es común escuchar: “La política no me interesa”. Hasta el día en que cada uno entiende que son elecciones políticas las que obligaron a los médicos a tener que elegir entre qué enfermos van a intentar salvar y cuáles tienen que sacrificar. Estamos en ese día. Y esto es aún más claro en los países de Europa Central, los Balcanes o África, que desde hace años ven cómo su personal sanitario emigra hacia tierras menos amenazadas o empleos mejor remunerados. Esas elecciones tampoco estaban dictadas por las leyes de la naturaleza. Es probable que hoy más gente lo entienda. La cuarentena también es un momento en el que cada uno se toma un tiempo y reflexiona...
Con la intención de actuar. Ya mismo. Es que, contrariamente a lo que sugirió el presidente francés, ya no se trata de “cuestionar el modelo de desarrollo vigente en nuestro mundo”. Sabemos cuál es la respuesta: hay que cambiarlo. Ya mismo. Y como “dejar nuestra protección en manos de otros es una locura”, dejemos de someternos a dependencias estratégicas para preservar un “mercado libre y no distorsionado”. Aunque Macron anunció “decisiones de ruptura”, nunca va a tomar las que realmente se necesitan. No solo la suspensión provisoria, sino la denuncia definitiva de los tratados europeos y los acuerdos de librecambio que sacrificaron las soberanías nacionales y erigieron a la competencia como valor absoluto. Ya mismo. Hoy, todos saben cuál es el costo de confiar a cadenas de abastecimiento que se extienden a lo largo y ancho del mundo y que operan sin stock el suministro de los millones de mascarillas y productos farmacéuticos que un país en riesgo necesita para proteger la vida de sus enfermos, de su personal hospitalario, de quienes hacen las entregas a domicilio y quienes atienden las cajas de los supermercados. Igualmente, todos saben cuál es el costo para el planeta de las deforestaciones, las deslocalizaciones, la acumulación de residuos y la movilidad permanente (cada año, París recibe 38 millones de turistas, es decir, más de diecisiete veces su población, y se enorgullece de ello).
El proteccionismo, la ecología, la justicia social y la salud son solidarios entre sí. Se trata de elementos clave para una coalición política anticapitalista lo bastante fuerte como para exigir, ya mismo, un programa de ruptura.
1. Véase Serge Halimi, “Le naufrage des dogmes libéraux” y Frédéric Lordon, “Cuando Wall Street se hizo socialista”, respectivamente, Le Monde diplomatique, octubre de 1998, y Le Monde diplomatique, edición chilena, octubre de 2008.
2. Véase Julien Brygo, “¿Se puede vivir aún sin internet?”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2019, https://mondiplo.com/se-puede-vivir-aun-sin-internet.
3. Véase Samuel Kahn, “Les Polonais en quarantaine doivent se prendre en selfie pour prouver qu’ils sont chez eux”, Le Figaro, 24 de marzo de 2020.
4. Craig Timberg, Drew Harwell, Laura Reiley y Abha Bhattarai, “The new coronavirus economy: A gigantic experiment reshaping how we work and live”, The Washington Post, 22 de marzo de 2020.
*Director de Le Monde Diplomatique.