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Una aversión intacta cuarenta años después de la muerte del filósofo

El rechazo a Sartre

El 19 de abril de 1980, el entierro de Jean-Paul Sartre movilizó a la muchedumbre, igual que el de Victor Hugo algo menos de un siglo antes. Con la desaparición de Sartre parecía finalizar una época de compromisos y de rechazo a las constricciones del decoro. Después, el exhibicionismo mediático o el aislamiento universitario han caracterizado dos polos del mundo intelectual. Ambos igualmente alejados del modelo sartriano.

Existe una paradoja con Sartre. Aquel que encarna al “intelectual total, presente en todos los frentes del pensamiento, filósofo, político, novelista, dramaturgo” (1) tiene dificultades para encontrar un lugar póstumo digno de tal nombre en su país. La paradoja se acentúa por contraste con la influencia siempre activa de su pensamiento y escritos en el extranjero. Y es que Francia se entrega a un conformismo consensual del que los (pseudo)debates televisivos o radiofónicos no consiguen sustraerla. Lo constreñido y lo convencional le eran perfectamente extraños a aquel que, tras la Segunda Guerra Mundial, no dejó de plantar cara, de lanzarse a la batalla, de asumir riesgos. Cierta intelligentsia recusa en Sartre su estatus de representante del intelectual comprometido “a la francesa”. Su única obra unánimemente elogiada es Las palabras (1961). Las alabanzas a esa “gran obra del escritor” son constantes, y no es casualidad: esta autobiografía que narra su infancia y juventud no molesta a nadie. El pensamiento único tanto de derechas como de izquierdas ha sabido identificar la obra que le permite no detestar unilateralmente al intelectual y, al mismo tiempo, relegarlo a la categoría de lo pasado de moda, lo superado (2).

Superado y completamente errado. Ya que, nos lo han repetido hasta la saciedad, Sartre se equivocó en todo (3). A menos que esta acusación se vuelva contra los acusadores. Hagamos nuestras estas estimulantes palabras de Guy Hocquenghem, escritas algunos años después de la muerte del autor de Los caminos de la libertad: “Vuestras almas avariciosas y pobres, puritanas y teoristas, han querido matar cien veces a Sartre; y cuanto más renegáis de él, más lo revitalizáis. Cuanto más lo rechazáis, más se aferra a vosotros, más os arrastra con él a la muerte. El verdadero Sartre se escapa de la tumba de respeto renegado y traición en la que habéis querido encerrarlo” (4).

El escritor
Desde su fallecimiento en 1980, pocas cosas no habrán dicho de aquel a quien, en vida, habrían temido enfrentarse. Sartre sería un filósofo que no sabe escribir literatura… Durante mucho tiempo, han abundado entre los estudiantes esas bromas de colegial, que se han extendido hasta el ámbito académico, concediéndoles legitimidad científica. Precisamente, en literatura, Sartre sigue estudiándose poco. Sin embargo, releamos su primera novela, La Náusea (1938), el libro de relatos El muro (1939), su trilogía injustamente desconocida y subestimada Los caminos de la libertad (1945-1949). Son libros hermosos, diversos estilística y narrativamente, y que le “hablan” a todo el mundo, impregnando para siempre la formación intelectual y personal, lo que constituye la marca de las grandes obras. ¿Su teatro? También diverso, inventivo y… de actualidad. Además de A puerta cerrada (1944) y Las manos sucias (1948), sus obras más conocidas y representadas hoy en día, el poder de denuncia de Nekrassov (1955) y Los secuestrados de Altona (1959) permanece intacto: en la primera, el de la mistificación de la información y el adoctrinamiento; en la segunda, el del fin y los medios en los periodos violentos de la historia.

Por último, por supuesto, están sus textos políticos. Es ahí donde Sartre hace daño: todavía molesta porque estuvo “en situación”. En Les Temps modernes, en 1945, afirmaba: “El escritor está en situación con su época: cada palabra tiene repercusiones. Cada silencio también. Considero a Flaubert y Goncourt responsables de la represión que siguió a la Comuna porque no escribieron una línea para impedirla. Ese no era asunto suyo, se dirá. Pero ¿el proceso de Calas era asunto de Voltaire? ¿La condena de Dreyfus era asunto de Zola? ¿La administración del Congo era asunto de Gide? Todos esos autores, en determinado momento de su vida, hicieron frente a su responsabilidad como escritores” (5).

La política
La guerra será el desencadenante del compromiso de Sartre. Movilizado en septiembre de 1939, hecho prisionero en junio de 1940, es transferido a un Stalag en Tréveris. Allí, conoce la camaradería, la fraternidad; escribe y pone en escena una obra de Navidad, Barioná, el hijo del trueno. Liberado en marzo de 1941 haciéndose pasar por civil, Sartre vuelve a París, decidido a actuar. Funda con Merleau-Ponty el efímero grupo “Socialismo y Libertad”, con la veleidad de ir a la zona libre a ver a André Gide y André Malraux y organizar un movimiento de resistencia. Su obra Las moscas lleva aires de resistencia a un París ocupado. En 1943-1944, colabora en Lettres françaises, el órgano del Comité Nacional de (...)

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Anne Mathieu

Profesora titular de Literatura y Periodismo en la Universidad de Lorena, directora de la revista Aden.

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