Stanley Hoffmann consideraba que la mejor explicación para el estallido de la Segunda Guerra Mundial se encontraba en la obra Rinoceronte, de Eugène Ionesco. Para el eminente académico estadounidense, lo absurdo de la pieza “capta mejor que cualquier texto de historia o de ciencias sociales todos los sinsentidos y tragedias de este largo descenso a los infiernos” (1). La alegoría, que trata de la transformación de toda la población (excepto un solo hombre) en rinocerontes, ilustra la dinámica de un totalitarismo que conquista incluso a las mentes menos dóciles.
Más a menudo, los artistas han abordado los grandes problemas de su tiempo en un registro satírico. En El Gran Dictador, que dirigió en 1940, Charlie Chaplin interpreta dos roles: el del dictador Adenoid Hynkel, obviamente inspirado en Adolfo Hitler, y el de un pobre barbero judío que se enfrenta a las persecuciones. En las escenas más memorables, la tragedia se vislumbra detrás del burlesque. Todo está dicho cuando el dictador se apodera de un mapamundi al que acaricia con afecto antes de convertirlo en un globo (que pronto se desinflará), con el que juega con entusiasmo, imaginando que se ha convertido en “emperador del mundo”. O cuando recibe en una peluquería a su colega Benzino Napoleoni, el doble de Benito Mussolini, y ambos se preocupan por la altura de sus respectivos sillones.
En 1997, el Premio Nobel de Literatura fue otorgado a Dario Fo, dramaturgo, actor y director italiano, por haber, “en la tradición de los titiriteros medievales, castigado al poder y restaurado la dignidad de los humillados”. Su obra más famosa, Muerte accidental de un anarquista, se inspira en un famoso suceso de los años 1960. ¿Fue un asesinato, un suicidio o un simple accidente? Un loco, fugado de un hospital psiquiátrico, se hace cargo del caso y se convierte en el primer presidente del Tribunal de Casación. Le sigue una investigación delirante que siembra la confusión entre los policías.
Desde Aristófanes, la sátira de los poderosos siempre ha dado sus frutos. En efecto, la bufonería permite levantar el velo sobre lo indecible. Los comediantes suelen decir que el ejercicio del poder los tienta; algunos se arriesgan a utilizarlo. En las elecciones presidenciales de 1981, Coluche se coló brevemente en la campaña. Su lema: “Hasta ahora Francia está dividida en dos, conmigo se doblará en cuatro”. Con la pérdida de crédito de las elites gobernantes tras la crisis financiera y política de 2008, los humoristas van viento en popa. En Italia, en 2009 el comediante Beppe Grillo creó el Movimiento Cinco Estrellas, que trastornó al juego político. El ucraniano Volodymyr Zelensky, un completo neófito en política, era conocido sobre todo por su rol en una serie televisiva titulada Servidor del pueblo. Interpretaba a un profesor de historia propulsado a la presidencia para acabar con la corrupción en su país. En 2019, el actor se presentó como candidato a las elecciones presidenciales de Ucrania. Obtuvo una victoria aplastante.
Sin saberlo, Alfred Jarry (1873-1907) con su obra Ubú Rey había creado el arquetipo del tirano codicioso y sanguinario. En su primera (y última) representación en el Théâtre de l’Œuvre, el 10 de diciembre de 1896, la bufonada había escandalizado por (…)
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