Estados y multinacionales digitales se presentan a menudo como adversarios. Los primeros escenifican sus esfuerzos por regular a los segundos, que se burlan de las leyes. Pero cuando se trata de controlar y censurar Internet, su relación se vuelve simbiótica. Esta alianza entre poder público y capitalismo informacional no es algo nuevo.
El 12 de noviembre de 2018, tuvo lugar el Foro sobre la Gobernanza de Internet en la gran sala de conferencias de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), en París. Rebosante de entusiasmo, Emmanuel Macron se acercó al micrófono, decidido a asumir el rol de defensor de la democracia liberal frente a los populismos “iliberales”. Se lo veía muy cómodo al joven presidente francés ante una audiencia internacional que estaba allí para escucharlo disertar sobre los grandes desafíos digitales. Como era previsible, en su discurso se refirió a dos modelos opuestos de regulación de Internet, sin pronunciarse por ninguno: por un lado, el de “la Internet californiana”, libertaria, “impulsada por agentes privados, fuertes, dominantes, mundiales” y reacios a cualquier tipo de control estatal. Por otro lado, el de “la Internet china”: “segregada y completamente vigilada” por “Estados fuertes y autoritarios”. Sirviéndose de tan poco agraciadas alternativas, Macron sugirió una tercera vía: la del “conjunto de los actores de Internet” –“las sociedades civiles, los agentes privados, las ONG, los intelectuales, los periodistas, los gobiernos”– que logran elaborar una “regulación cooperativa en común”.
El abrazo de la serpiente
Apoyándose en el difundido mito de una “gobernanza multisectorial” de Internet, y pese a hacer también referencia a la “sociedad civil”, el presidente francés promovió un proyecto que, desde su punto de vista, permitiría articular lo mejor de ambos mundos: un capitalismo de vigilancia desenfrenado (1) y la mano de hierro del Estado. A falta de campeones nacionales en el campo digital –de los que sí pueden jactarse los chinos o los rusos para armar sus políticas de control de Internet–, los países europeos tienen que contentarse con un puñado de empresas estadounidenses a la cabeza de las capitalizaciones bursátiles del mundo. A pesar de las legislaciones –aprobadas o anunciadas–, dirigidas a frenar la deriva de las plataformas (abuso de posición dominante, ataques a la vida privada, fake news…), el aparente conflicto entre los Estados y las multinacionales digitales esconde en realidad una creciente interdependencia.
La historia de la vigilancia y de la censura de las comunicaciones permite entender mejor esta evolución. Porque, más allá de la coyuntura neoliberal, las lógicas de cooptación entre poder público y gestores privados de los medios de comunicación aparecen como una constante en la historia de los medios. Frente a las crisis provocadas por las rupturas tecnológicas o los sobresaltos políticos, esas alianzas permiten reestablecer un control eficiente sobre la circulación de las ideas.
Historia de un vínculo
Ya en el siglo XVI, mientras que el desarrollo de la imprenta contribuía a democratizar el acceso a los libros y a propagar doctrinas políticas y religiosas subversivas, el Estado empezaba a recurrir a cooperaciones público-privadas para cerrar la brecha contestataria. En Francia, en 1539, el rey Francisco I definió las condiciones para ejercer la profesión de imprentero y de librero en París y en Lyon, que por entonces eran los principales centros de edición. Además, ordenó la institución de cámaras sindicales cuya función sería la de actuar como interlocutoras del Estado para el conjunto del sector. En 1618, se creó una cámara sindical única para los oficios del libro que fue dotada de facultades policiales: sus representantes inspeccionaban imprentas y librerías, controlaban la aplicación de los reglamentos, etc. Con el fin de debilitar a la competencia, los libreros parisinos reclamaban un monopolio permanente para la edición de libros. El cardenal de Richelieu accedió al grueso de sus reclamos, pero a cambio, tuvieron que cumplir con sus tareas policiales y con numerosos criterios de probidad.
En virtud de algunas disposiciones, sobre todo a favor de las librerías provinciales, esta política permitiría que unos treinta imprenteros-libreros pudieran controlar, mal que bien, la producción y la distribución dentro del reino. Al igual que hoy con los gigantes digitales, gracias a esa centralización de la (…)
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