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Literatura de viajes

Topógrafos de lugares lejanos

Partir lejos de los puntos de referencia propios para descubrir lo desconocido y aprender qué ocurre con el otro y con uno mismo: el viaje no es el turismo, sino una iniciación, desenvuelta o seria. “Pero los auténticos viajeros solo son aquellos que parten por partir…”, escribía Charles Baudelaire. La llamada de los lugares lejanos es una gran aspiración de nuestra modernidad. Se ha convertido en un género literario.

Sucedía en épocas lejanas en las que Instagram no existía. El hombre, que ya viajaba pero menos que hoy en día, solo disponía de su pluma para dar a conocer a sus contemporáneos más sedentarios el ancho mundo y sus propias aventuras. Los primeros relatos de viajes se remontan a la Antigüedad. Heródoto, en sus Historias (en torno al 450 a. C.), cuenta sus periplos con un enfoque que podríamos calificar de etnográfico cuando recorre las regiones mediterráneas, y de manera mucho más fantasiosa cuando aborda las del Hiperbóreo (quizá situado en el Lejano Oriente). El griego Estrabón, en los albores de la era cristiana, escribe diecisiete volúmenes de una Geografía que describe la Galia, Italia, Asia Menor, etc. En el Magreb, el geógrafo Ibn Battuta (1304-1368) recorre el Sáhara y atraviesa Oriente Próximo y la India hasta llegar a China.

En Europa, el famoso Libro de las maravillas del veneciano Marco Polo (1298), que describe el imperio de Kublai Kan, el emperador mongol al que sirve durante veinte años, introduce de nuevo el exotismo, ofreciendo además un examen detallado, útil tanto al comercio como a la diplomacia. Con los Grandes Descubrimientos, florecen los relatos de viajes, a menudo escritos por “negros” a partir de los recuerdos de los viajeros. Según Jean-Didier Urbain, etnólogo y especialista del viaje, a menudo han de poner nombre a la confrontación (1). Así, el protestante Jean de Léry (1536–1613), enviado por Juan Calvino a Brasil, tendrá que bautizar los animales fabulosos que encuentra, como el tapir, al que llama “burro-vaca” (2). La mayoría de estos “relatos” tenían por objetivo dar cuenta de esa realidad nueva y fantástica, y en su mayoría, como en el caso de las misiones jesuitas, tenían una ambición política y proselitista –a veces, más prosaicamente, aportaban información a los comerciantes comanditarios…–, lo que no era óbice, como en el caso de Jean de Léry, para la reflexión “etnográfica” sobre esos “otros” que descubrían. Es lo que continuará su contemporáneo Michel de Montaigne en sus Ensayos: “Viajar me parece un ejercicio provechoso. El alma se ejercita continuamente observando cosas desconocidas y nuevas. Y no conozco mejor escuela para formar la vida, como he dicho a menudo, que presentarle sin cesar la variedad de tantas vidas, fantasías y costumbres diferentes” (3).

En el siglo XVIII, el viaje adopta a menudo la forma del llamado grand tour, un periplo por Europa, y particularmente Italia, educativo e iniciático. Charles de Montesquieu recorre durante tres años Austria, Hungría, Italia, Inglaterra (4)… y toma notas (a menudo descripciones de estatuas, museos y panoramas); a veces, parece que su primera preocupación al llegar a un sitio es detectar el punto más alto para subir hasta él y contar lo que ve. Pero en ese siglo se precisa esa alternancia entre lo descriptivo y lo personal, entre lo informativo y lo íntimo, que marcará el género hasta la actualidad. El inglés Lawrence Sterne introduce la introspección ficcionada y transforma en novela su Viaje sentimental por Francia e Italia (1768; Debolsillo, 2012). “El relato se desplaza de la crónica hacia la aventura emocional, hacia el descubrimiento del otro, sin dejar de incurrir en importantes silencios, sobre todo sexuales”, prosigue Jean-Didier Urbain (5). El “viaje sentimental” se convertirá en un género en sí mismo, al que darán lustre muchas (...)

Artículo completo: 1 973 palabras.

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Hubert Prolongeau

Periodista.

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