Todos los años, unos 50.000 peregrinos llegan al pueblo de Diveyevo para meditar en las huellas de San Serafín (1754-1833). Está la roca, en medio del bosque, sobre la cual el asceta ruso estuvo rezando durante varios días; un poco más lejos, la fuente congelada en la que se llenan cantimploras y botellas, los más fervientes se sumergen en el pequeño lago lindante; finalmente, se llega al atrio de la Catedral, donde todos se persignan. Pero, Sarov y su Monasterio de la Asunción, verdaderos hitos históricos del santo situados a doce kilómetros de allí, tienen prohíbido el acceso. La ciudad, hasta hace poco conocida por el nombre en código de Arzamás-16, se encuentra cerrada al público.
Diveyevo, una aglomeración cercada con alambre de púas y custodiada por patrullas militares, fue borrada de los mapas del país durante el período soviético. Sus habitantes, cuidadosamente seleccionados bajo el mayor secreto, estuvieron encargados de “forjar el escudo atómico del país” al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Ahora que el secreto ya fue ventilado, la ciudad recuperó su nombre de origen. Pero el acceso sigue estando estrictamente reglamentado. Sólo sus habitantes, cerca de 100.000, y los visitantes previamente autorizados pueden atravesar el punto de control instalado en la entrada de la ciudad. Antes de dedicarse a sus ocupaciones, los habitantes de Sarov escanean un pase especial en un lector, ingresan un código de seis cifras, y se someten a un control de identidad. Los visitantes acreditados son invitados a dejar en un depósito sus celulares, cámaras de fotos y otros medios de comunicación; luego, son escoltados hasta la oficina del jefe de protocolo de la empresa que los invita, que será responsable de sus desplazamientos hasta el momento de la salida, a través del mismo punto de control, donde les devuelven sus bienes.
Curiosamente, la Iglesia Ortodoxa se presta sin inconvenientes a estas restricciones de acceso al lugar de peregrinaje. Durante la celebración, en 2007, del sesenta aniversario de la creación de la duodécima dirección del Ministerio Soviético de Defensa, a cargo del ámbito nuclear militar en la iglesia del Cristo Salvador en Moscú, el presidente Vladimir Putin evocó la reconciliación que tuvo lugar, en 1990, entre los ingenieros militares y las autoridades espirituales. Los atomistas de Sarov le restituyeron a la Iglesia las construcciones conservadas del monasterio y, a cambio, el Patriarca convertía a Serafín en el santo patrón de los atomistas.
Durante la Conferencia de Yalta, en febrero de 1945, Josef Stalin le había transmitido al primer ministro británico Winston Churchill y al presidente estadounidense Franklin Roosevelt su temor de que Washington y Londres terminaran por provocar un conflicto con Moscú. No pensaba tener razón tan pronto: apenas conquistaron Berlín, estos aliados ya discutían sobre la oportunidad de aprovechar su superioridad estratégica para acabar con la URSS, considerablemente debilitada por la guerra. El 16 de julio, la amenaza se hizo más concreta: el Proyecto Manhattan concluyó exitosamente y la primera explosión nuclear de la historia sacudió el desierto de Nuevo México. Luego, fue el turno de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki en agosto, que terminó con las últimas dudas sobre la determinación de Estados Unidos de utilizar este nuevo tipo de armas.
El gobierno vio en esta noticia una advertencia directa: mientras que el país se encontraba debilitado por el sacrificio de cerca de 26 millones de soviéticos y la destrucción de su industria, la amenaza que representaban los que antes eran sus aliados no les parecía menor que la que emanaba, cuatro años antes, de los nazis. De este modo, el Consejo de Ministros que se reunió el 20 de agosto de 1945 tomó dos resoluciones históricas: incentivar la investigación para restablecer la paridad estratégica con Occidente y avanzar con el mayor secreto posible, para no tentar al enemigo a terminar su trabajo antes de lo previsto.
Trabajos forzados
A fines de 1945, se inició la búsqueda del emplazamiento ideal para centralizar estas investigaciones ultrasecretas. Tras largas investigaciones, el grupo de trabajo encargado de realizar el proyecto, bajo la dirección de Lavrenti Beria, eligió el pueblo de Sarov, situado a 350 kilómetros al este de Moscú. La ciudad, así como algunos caseríos y pueblitos –alrededor de 9.500 habitantes en esa época– fueron retirados de la administración territorial de Mordovia y borrados de todos los mapas y documentos oficiales. Se procedió a la selección de los habitantes de la ciudad. Los que eran empleados de la fábrica N° 550, especializada en la producción de obuses, mantuvieron sus puestos y las autoridades se encargaron de redistribuir a los demás fuera de la zona prohibida.
Con la llegada de obreros y especialistas, el pueblo fue adquiriendo progresivamente las características de una pequeña ciudad: primero se construyeron inmuebles para viviendas, luego fue necesario instalar un hospital, un estadio, una casa de la cultura, una biblioteca, un teatro y un parque. Ante la urgencia, la construcción avanzaba de manera desordenada, sin estimaciones ni planes previos. Para ganar tiempo, una parte de los laboratorios fueron instalados en los edificios del monasterio. Entre los obreros empleados en la obra, había representantes de un “contingente especial” (así se denominaba a los prisioneros en los documentos oficiales).
Antes de cualquier contratación, los órganos de seguridad verificaban los antecedentes del candidato “hasta la tercera generación” tanto para un ingeniero de la oficina de gestión de proyectos, la “KB-11”, como para un obrero afectado a alguna de las numerosas obras especializadas. Los empleados del emplazamiento no podían abandonarlo sin la autorización del servicio de seguridad. Las salidas por motivos personales sólo se otorgaban a cuentagotas. Las vacaciones fuera de la zona estaban prohibidas, una restricción que daba lugar a una compensación salarial. Era un importante privilegio en esa época, los comercios de Sarov estaban mejor abastecidos que los del resto del país.
La ciudad tomó el nombre en código de Arzamás-16. Desde entonces, llamarla por su nombre tradicional empezó a considerarse como divulgación de informaciones secretas. La correspondencia privada se efectuaba por medio de una casilla de correos especial bajo el nombre de “Moscú Centro – 300”. Esta obligación de mantener el secreto y permanecer en confinamiento tuvo efectos psicológicos muy diferentes según las personas: el físico Andreï Sakharov, en sus memorias (1), hablaría de una “privación de la libertad que lo agobiaba”. Otro, al contrario, elogiaría la flexibilidad de los funcionarios encargados de la seguridad en casos extremos (2). La ley de confinamiento era dura y, para estos ingenieros, Sarov había vuelto a convertirse en un monasterio cerrado para el resto del mundo.
El 12 de marzo de 1947, como un estímulo suplementario para los equipos de investigadores que, agotados, se deslomaban en sus tareas, el presidente estadounidense Harry Truman definió su famosa doctrina inaugurando, así, la Guerra Fría. En Washington, su Estado Mayor preparaba el plan “Dropshot”, que sería formalizado a comienzos de 1950: un ataque sorpresa a la URSS, “mediante el lanzamiento de 200 a 300 bombas atómicas sobre los principales centros industriales, militares y científicos de la URSS”.
Carrera por bomba H
El resultado del trabajo coordinado de los científicos más eminentes del país, de los ingenieros y constructores, así como de los servicios de inteligencia y de los “espías atómicos” fue la creación, en el lapso de sólo cuatro años, de la primera bomba atómica soviética, que llevaba el nombre en código de RDS-1. Algunas décadas más tarde, uno de los jefes del programa, Yuli Khariton, escribió sobre este período: “Estoy atónito y me (...)
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