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Las fuerzas del orden social

Violencia policial, los orígenes de la desconfianza

Se ha abierto un debate sobre la violencia policial en Francia, Estados Unidos y muchos otros países. La misión de las fuerzas del orden, requeridas con demasiada frecuencia para reprimir, con notable brutalidad, movimientos sociales, se confunde con la de una guardia pretoriana del poder y su popularidad se ha resentido.

Las imágenes de la agonía de George Floyd, asfixiado por un policía de Minneapolis bajo la mirada impasible de sus compañeros, desataron una ola de protestas de inusual magnitud en Estados Unidos. Cientos de miles de personas se manifestaron por todo el país para denunciar con vehemencia, a veces con violencia, el trato discriminatorio que la policía dispensa a las minorías. Pocos días después, decenas de miles de manifestantes se concentraban en París y en varias ciudades francesas, convocados por el Comité de Justicia para Adama Traoré, quien murió después de que los gendarmes lo detuvieran en julio de 2016. Junto a ciudadanos de a pie desfilaron personalidades políticas de primer orden, mientras que el movimiento recibió el apoyo de estrellas del cine, el fútbol o la música. Hasta consiguió rápidamente que el ministro del Interior, Christophe Castaner, cuestionara las prácticas de estrangulamiento y prometiera mejorar la deontología de las fuerzas del orden, particularmente en lo relativo al racismo.

El alcance de esta movilización, al igual que su eco político y mediático, contrastan con la historia de la lucha contra la violencia policial. Desde Youssef Khaïf hasta Lamine Dieng, desde Wissam El-Yamni hasta Ibrahima Bah, pasando por Zyed Benna y Bouna Traoré, Abdelkader Bouziane, Allan Lambin, Amine Bentounsi y muchos otros, la lista de jóvenes de entornos populares cuya muerte es imputable, directa o indirectamente, a las fuerzas del orden es larga. El sitio web Basta! ha contabilizado 676 personas que murieron a manos de los agentes de la Policía o de la Gendarmería en Francia entre enero de 1977 y diciembre de 2019, lo que equivale a un promedio de 16 muertes por año. La mitad de ellos tenían menos de 26 años y cerca de la mitad de los casos tuvieron lugar en la región parisina y las áreas metropolitanas de Lyon y Marsella.

Las fases de la reacción ante estos dramas se repiten y asemejan: el barrio de la víctima estalla en protestas durante varias noches, sus seres queridos organizan manifestaciones locales, y, por último, la familia y algunos activistas tenaces emprenden largos años de batallas judiciales que solo en contados casos terminan con una condena de los funcionarios acusados. Pero, hasta hace poco, los esfuerzos para dar mayor alcance a estas iniciativas habían sido infructuosos.

Esta causa sigue siendo impopular porque, por lo general, tiene que ver con víctimas “ilegítimas”, “conocidas por los servicios de Policía”. Su descalificación por las autoridades bajo ese término, así como la exhibición complaciente por parte de la prensa de sus eventuales antecedentes penales generan dudas sobre el desarrollo de los hechos y refuerzan el relato policial. También vuelven más difícil el apoyo de fuerzas políticas o sindicales de izquierda, históricamente sensibles a la represión obrera, pero incómodas con aquellos reacios al orden salarial, que en otro tiempo calificaban de “lumpenproletariado”. Esta incomodidad se ve acentuada por la distancia, que se ha ido agrandando, entre estas organizaciones y los jóvenes de las periferias, a quienes ya no son capaces de integrar en sus filas y cuyas condiciones concretas de existencia les cuesta tener en cuenta. Por su parte, los intentos de construir una autonomía política de los barrios populares, es decir, estructuras capaces de ofrecer otro discurso sobre estos últimos, solo han conocido éxitos puntuales.

Desconfianza a la policía
Así pues, ¿cómo explicar la amplitud de las protestas de junio de 2020? Podemos mencionar la coincidencia del calendario francés con la muerte de George Floyd en Estados Unidos y la conmoción que esta ha suscitado internacionalmente, sin duda espoleada por una hostilidad bastante general hacia Donald Trump y sus políticas. También podemos señalar el tenaz trabajo de algunos activistas –como los del Movimiento de la Inmigración y los Suburbios (MIB, por sus siglas en francés)– a la hora de organizar la lucha contra la violencia policial, de la que Assa Traoré, la hermana de Adama, ha sabido convertirse en carismática portavoz. Pero todas estas razones quizá no habrían bastado si la desconfianza hacia las fuerzas del orden no se hubiera extendido fuera de los círculos en los que tradicionalmente se ha expresado.

El alcance de esta desconfianza sigue siendo difícil de medir. Las encuestas nos dan pistas. Por ejemplo, la publicada por el semanario L’Express (20 de enero de 2020) -el cual, no obstante, no es de los más críticos con la institución- revelaba que solo el 43% de las personas encuestadas “confiaban” en los policías, y que el 20% sentía “inquietud” frente a ellos y el 10%, “hostilidad”. Trabajos científicos confirman esta tendencia. Así, un amplio sondeo europeo realizado en 2011-2012 con 51.000 encuestados determinó que la percepción de la Policía francesa es particularmente negativa. Se sitúa en 19ª posición en una lista de 26 países en cuanto al respeto que muestra en su trato de las personas (solamente por delante de la República Checa, Grecia, Eslovaquia, Bulgaria, Ucrania, Rusia e Israel). En Francia, cualquier manifestante ha podido constatar también que actualmente el lema “Todo el mundo odia a la policía” forma parte del repertorio clásico de las manifestaciones.

Registros de la represión
El uso de la fuerza, justificado o no, ciertamente se ha vuelto más visible. Los teléfonos inteligentes equipados con cámaras digitales permiten documentarlo profusamente y las redes sociales, difundirlo. Hasta el punto de que, recientemente, una treintena de diputados, transmitiendo las demandas de sindicatos policiales, intentaron que se castigara con 15.000 euros de multa y un año de cárcel “la difusión por cualquier medio y en cualquier soporte de la imagen de funcionarios de la Policía Nacional, militares, policías municipales o agentes de aduanas” (Asamblea Nacional, 26 de mayo de 2020). Una medida ya adoptada en España tras el gran movimiento del 15-M, en 2011.

La acción represiva de las fuerzas del orden también es más perceptible, ya que se ha desplazado de los barrios periféricos hacia los centros urbanos y ahora afecta a una parte de la población que no estaba acostumbrada a esa experiencia. La crisis de los “chalecos amarillos”, las manifestaciones contra la reforma laboral o de las pensiones, así como los controles efectuados durante el confinamiento debido a la epidemia de Covid-19 se han traducido en un aumento considerable de las víctimas y los testigos de las intervenciones policiales, mucho más allá de lo que los sociólogos llaman las “tradicionales presas de la policía”. Sin duda, esta extensión del poder policial en nuestras sociedades permite comprender las resistencias colectivas que se manifiestan actualmente.

Para explicar este movimiento es necesario en primer lugar disipar el persistente mito de que la Policía se ocupa exclusivamente de combatir la delincuencia. Con excepción de unas pocas unidades especializadas, esta tarea no supone más del 20% de su actividad. Los policías suelen participar en la resolución de una infinidad de situaciones sin repercusiones penales: conflictos de vecindad, domésticos o relacionados con la ocupación del espacio público, regulación del tráfico automovilístico, información administrativa, gestión de concentraciones públicas, control de la inmigración irregular, vigilancia política, apoyo a otras instituciones (desde emergencias médicas hasta desahucios), etc. El sociólogo estadounidense Egon Bittner subraya que “no hay ningún problema humano, real o imaginable, del que pueda decirse con certeza que en ningún caso podría convertirse en asunto de la Policía”. Por tanto, esta es menos una agencia de aplicación de la ley -como sugiere el término anglosajón de law enforcement agency- que una (...)

Artículo completo: 4 092 palabras.

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Laurent Bonelli

Profesor titular de Ciencias Políticas en la Universidad de París Nanterre.

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