La designación de una nueva jueza para la Corte Suprema por parte del presidente Donald Trump divide violentamente a Estados Unidos. Más aun cuando ésta podría cumplir un rol decisivo en caso de cuestionamiento del resultado de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre próximo. Ninguno de los dos bandos parece dispuesto a aceptar una derrota.
Durante este año terrible, se podía pasar un verano maravilloso. Volver, por ejemplo, a su casa de Kansas City. En un barrio donde proliferan el césped verde recién cortado y las mansiones que parecen haber sido construidas para barones. Pasar tranquilamente el mes de agosto leyendo novelas, haciendo manualidades, mirando películas viejas y bebiendo vino de Missouri. Era posible olvidar que una epidemia mortal continuaba propagándose y que un colapso económico acorralaba ese pequeño mundo próspero y apacible. Porque en las mañanas, el cielo seguía brillando, las flores, exhalando su perfume y las calles, sin tráfico. Todo invitaba a subirse a la bicicleta y a pedalear las silenciosas bicisendas de una de las ciudades más lindas de Estados Unidos. Sin embargo, una vez finalizado el ejercicio, bastaba con entrar a Twitter e ir a buscar el periódico que el repartidor acababa de arrojar delante de la puerta, y… Pum. Todo seguía allí, igual que el día anterior: pánico, confusión, acusaciones, denuncias. Videos de individuos insultándose en público, rubiecitos con uniforme militar blandiendo armas de guerra, automovilistas embistiendo grupos de manifestantes, personajes histéricos recitando los textos fundadores de la nación e intentando aferrarse a su salud mental. Todos los días aparecen nuevos síntomas de degeneración y, por sobre todo, un creciente sentimiento de que ya nadie comprende realmente qué está pasando.
Dos noticias, extraídas al azar del diario Kansas City Star del 13 de julio de 2020: –Cerca de mi casa, un cliente entró a un restaurante de barbacoa sin tapabocas y con un sombrero rojo enorme con la inscripción “Make America Great Again”. Cuando el muchacho de la recepción (que cobra, según precisa el diario, 8,50 dólares por hora) le pidió al cliente que se cubriera la boca y la nariz, tal como lo estipulaba el reglamento, este último, como si fuera Clint Eastwood en un spaghetti western, se levantó la remera para mostrarle al camarero que tenía una pistola.
–El titular de la tapa estaba dedicado a la “propagación descontrolada del coronavirus” en el estado de Kansas, una noticia que el diario se abstuvo de corroborar por sus propias fuentes de información locales y que se limitó a sustentar con un mapa epidemiológico encontrado en Internet. Al parecer, la autoridad remota que controlaba este mapa había decidido mover a Kansas del rojo sangre (grave) al rojo bermellón (muy muy grave). Eso fue todo: alguien, en algún lugar del mundo, había actualizado un sitio web de aspecto oficial. Que los dos millones de habitantes de la ciudad de Kansas se las arreglen con esta información impactante…
Aunque alimentar las noticias con tuits o mapas de Internet responde a un periodismo perezoso, este hecho ilustra bien la situación actual de Estados Unidos. Los diarios regionales ya no pueden permitirse recabar información de los distintos estados en los que se encuentran, por la simple razón de que ya no cuentan con un número suficiente de periodistas para realizar tal trabajo. Como la mayoría de sus homólogos, el Kansas City Star fue vendido y revendido en varias ocasiones en los últimos años, acelerando así la hemorragia de su redacción. El diario vendió sus históricas oficinas en 2017 y en febrero de ese año su dueño se declaró en quiebra. En julio, fue adquirido por un hedge fund (fondo de inversión especulativo) con sede en New Jersey.
Así están las cosas en Estados Unidos en 2020: ya nadie puede estar seguro de nada, y la agonía de la prensa es solo la punta del iceberg. Debido a los confinamientos sin precedentes que padeció el país, las interacciones personales con otros humanos se volvieron problemáticas; los edificios públicos cerraron sus puertas o limitaron el acceso de visitas; el número de homicidios crece brutalmente; la gente tiene miedo de tomar aviones; muchas escuelas solo dan clases a distancia; Fox News abruma a los telespectadores de la tercera edad con imágenes de violencia y caos, y la única persona que todavía los llama al viejo celular es una voz pregrabada que amenaza con enviarnos a la cárcel si no transferimos inmediatamente unos cuantos miles de dólares a la cuenta de alguna entidad bancaria.
Huracán de horror
Mientras tanto, los huracanes parecen hacer fila para destruir Luisiana uno tras otro; hay tantos incendios en California que el cielo es naranja; todos estamos deprimidos. El mundo está derrumbándose y no hay nadie para volver a ponerlo de pie. Hace no mucho tiempo, en momentos complicados, los dirigentes de este país utilizaban sus competencias para intentar tranquilizar a la opinión pública, pero al actual ocupante de la Casa Blanca ni siquiera le preocupa: lo único que le importa es eludir sus responsabilidades. Ególatra e incapaz de siquiera pronunciar una palabra sincera, Donald Trump reacciona al sufrimiento de su pueblo como un hombre de mente débil que divaga en bucle sobre un accidente de tránsito del que fue testigo. Uno de los mejores resúmenes de esta debacle epistemológica lo dio el gobernador de Kansas City, cuando el Star le preguntó por el rumor del envío de agentes federales a su ciudad: “Es imposible comprobar si es verdad porque ya nada puede comprobarse”.
Cuando ya nada puede comprobarse, la imaginación toma el relevo. Y, en tiempos de Covid, no se necesita mucho para exacerbar el miedo y propulsarlo a niveles desconocidos. Los estadounidenses creemos que estamos afrontando el fin del mundo o el fin de nuestro estilo de vida, o el fin de algo grande e importante que no terminamos de definir, pero que nos preocupa enormemente.
Henos aquí, lidiando con una docena de miedos sobrecalentados. Miedo a que la Corte Suprema se vuelva indefinidamente conservadora. Miedo a los policías racistas que golpean y matan con total impunidad. Miedo a los disturbios. Miedo a que la gente pierda su empleo. Miedo a los vecinos que se niegan a ponerse el tapabocas. Miedo al propio tapabocas, como si se tratara de un bozal aplicado a nuestra individualidad que intenta imponernos un misterioso poder.
Pero en este año electoral, el mayor miedo que nos invade es de naturaleza política: miedo a que la democracia esté muriendo o a punto de ser derrocada por una dictadura. Ciertamente, este temor no es para nada nuevo, la izquierda se excita ocasionalmente al respecto desde hace muchos años (1). Hace tiempo que es un acto de fe demócrata considerar a Trump como nada más en el fondo que un agente ruso, y a cada una de sus metidas de pata como un indicio suplementario de conspiración contra la democracia; las comparaciones con el Watergate fueron moneda corriente desde que prestó juramento (2). En 2018, dos profesores de Harvard alcanzaron el top del ranking de ventas con un libro académico títulado en francés La mort des démocraties (La muerte de las democracias). Este Presidente, como pone de manifiesto la aterradora historia que estamos contando, no respeta las normas ni las tradiciones y mucho menos a los medios de comunicación; tampoco respeta a los profesionales del departamento de Estado.
Los progresistas ya casi ni mencionan el Russiagate (3), pero lo cierto es que no necesitan hacerlo. El reinado cultural del Covid-19 -que impone que todo esté marcado por el pánico y la urgencia- cristalizó estos miedos en un hurácan de horror que crece a medida que nos acercamos al día de las elecciones. Un ensayo en boga se titula “We don’t know how to warn you any harder. America is dying” [Ya no sabemos cómo más advertirte. Estados Unidos está muriendo] (4). Advertencias similares, que anuncian un porvenir político crepuscular, inundan las redes sociales a un ritmo casi cotidiano.
Lo más fascinante es que los simpatizantes trumpistas dicen sentir el mismo miedo a un golpe de Estado, pero programado, en este caso, por altos funcionarios. De hecho, la versión conservadora de esta pesadilla de masas interpreta el miedo de los demócratas a un ataque trumpista contra la democracia como una prueba de su propia intención de derribar esta misma democracia, cuyo único error sería llevar a Trump al poder. En esta visión particular del mundo, los demócratas estarían sembrando intencionalmente huellas de su conspiración “para que, llegado el día, uno no pueda darse cuenta de que se trataba de una conspiración” (5), un ingenioso ejercicio de acrobacia intelectual realizado sin arnés por Michael Anton, un ex alto miembro de la administración Trump, conocido principalmente por haber comparado en 2016 la elección de su amigo multimillonario con un levantamiento de pasajeros en un avión secuestrado por terroristas.
Cobarde en jefe
La pandemia obligó a demócratas y republicanos a eliminar o reducir drásticamente el carácter público de sus respectivas convenciones, que suelen constituir (…)
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