¿Viven los bosques? ¿Qué sienten los árboles? Desde hace una década, la preocupación por el medio ambiente alimenta estos interrogantes en la prensa y en la edición para el gran público. A la vez, muchos sociólogos y antropólogos cuestionan la separación entre naturaleza y sociedad heredada de la Ilustración. Algunos consideran a los no-humanos como “actores” de pleno derecho. ¿Cuáles son las consecuencias de semejante enfoque?
El libro de Anna Tsing, The Mushroom at the End of the World (1) [El hongo del fin del mundo], fue celebrado como uno de los trabajos más importantes de la antropología contemporánea, y sin duda realmente lo es, pero quizás no por las razones esgrimidas. Con una prosa agradable y la exposición accesible de investigaciones relativamente nuevas, analiza una entidad no humana, el matsutake: un hongo que sólo crece en los bosques dañados. Este organismo recolectado por pobres para ser vendido finalmente como un producto de lujo en Japón se convierte en el hilo de un relato que pone en escena el trabajo precario -veteranos estadounidenses, recolectores del Estado de Oregon, inmigrantes clandestinos- y, sobre todo, las relaciones entre los humanos y la naturaleza.
La obra integra un movimiento intelectual que pretende renovar el análisis de las relaciones hombre-medioambiente. “A lo largo de las últimas décadas, numerosos investigadores de diferentes orígenes demostraron que limitar nuestros relatos a los protagonistas humanos no era solamente un reflejo banal, sino que sugería una práctica cultural, estructurada y obsesionada por los sueños de progreso ligados a la modernización”. Gran parte del libro está particularmente dedicada a los bosques (en Japón, Oregon, Finlandia, etc.) como un “conjunto imbricado de actividades que fabrican un mundo a través de múltiples agentes, humanos y no humanos [...]. Los matsutakes y los pinos no sólo crecen en los bosques: también fabrican los bosques”.
La temática de los bosques es objeto, desde hace varios años, de una proliferación de libros, tanto eruditos como para el público en general, cuanto menos sorprendente: La vida secreta de los árboles. Descubre su mundo oculto: qué sienten, qué comunican (2015) de Peter Wohlleben, Les Arbres, entre visible e invisible [Los árboles, entre lo visible y lo invisible] (2016) de Ernst Zürcher, Ser bosques: emboscarse, habitar y resistir en los territorios en lucha (2017) de Jean-Baptiste Vidalou, Main base sur nos forêts [Apoderarse de nuestros bosques] (2019) de Gaspard D’Allens, Aux arbres citoyens. Pour renouer avec l’écosystème Terre [A los árboles ciudadanos. Para reconciliarse con el ecosistema Tierra] (2019) de Jean-Louis Étienne, Quand la forêt brûle [Cuando el bosque arde] (2019) de Joëlle Zask, sin olvidarse de Nous les arbres [Nosotros los árboles] (2019) de un “Colectivo” editado por la Fundación Cartier, por sólo mencionar algunos títulos.
Una misma “totalidad cosmológica”
En su libro Forêts. Essai sur l’imaginaire occidental [Bosques. Ensayo sobre el imaginario occidental], publicado en 1992, el profesor de literatura Robert Harrison ya señalaba que si bien “las instituciones dominantes de Occidente -la religión, el derecho, la familia, la ciudad- se fundaron originalmente contra los bosques”, explotándolos y destruyéndolos, también debe contarse “la inasible historia del rol desempeñado por los bosques en el imaginario cultural de Occidente”. Profanos o sagrados, al margen de la ley o refugios de la justicia, peligro o encantamiento, los bosques alteran las oposiciones lógicas.
No sorprende que en momentos en que la crisis ecológica anunciada parece entrar en un ciclo irreversible y exponencial, los bosques concentren una parte de la atención concedida a la preservación de la naturaleza. Más allá de las preocupaciones contemporáneas, el tema de la deforestación encarna una forma de preocupación ambiental desde la Antigüedad. “Pero, en aquellos tiempos –ya lamentaba Platón– el país aún estaba intacto... había en las montañas grandes bosques [...]. En tiempos no muy lejanos se talaban allí árboles destinados a levantar vastísimas construcciones, cuyas vigas aún existen. También había grandes árboles frutales y el suelo producía continuamente forraje para el ganado” (Critias, 111c). Los bosques se encuentran hoy también en el centro de un debate sobre los orígenes de la ecología, que algunos investigadores atribuyen ya no al movimiento estadounidense de preservación del medioambiente a través de la creación de parques nacionales, según la idea lanzada por Henry David Thoreau en 1858, sino a ciertas políticas implementadas en las zonas tropicales de los imperios británico y francés (2).
Para tratar de comprender qué esconde este entusiasmo por el mundo a la vez sensible y místico de los árboles, a veces descrito como un “modelo para el futuro” (3), es necesario analizar la puesta en valor de las relaciones afectivas, espirituales, comunicacionales, que debería mantener la humanidad con su entorno y que, según muchos autores de moda, acompañaría la consideración de los no humanos. El rechazo a considerar a estos últimos como seres dignos de atención vendría, según Tsing, de la idea de progreso que asocia esta sensibilidad “con los niños y los hombres primitivos”. Puede observarse que, si bien esta antropología evita efectivamente el escollo de un elogio conservador del pasado, sólo lo hace sin embargo al precio de una adhesión a un orden de las cosas donde las relaciones de dominación se ven ocultadas por una postura estética muy ambigua: “Es necesario desviar nuestra mirada para interesarse en lo que sucede al lado, en los intersticios y recovecos del capitalismo. Lo que permite darse cuenta de que ya vivimos, en parte, afuera del capitalismo. Y que quizás somos menos dependientes de éste de lo que pensamos” (4). Un “afuera” del capitalismo que aquellos que viven en las ruinas –esos inmigrantes y trabajadores precarios de los que Tsing hace descripciones tan impresionistas– no están quizás en condiciones de apreciar plenamente.
Relación mística
La filósofa Émilie Hache en su antología Ecología política expresa perfectamente la “necesidad de una nueva estética, de una nueva percepción” creada por los efectos del reconocimiento del hombre como fuerza geológica: el Antropoceno. Y es justamente de percepción de lo que se trata en la proliferación de libros sobre los bosques, los árboles, las plantas y, en general, los no humanos. Resulta significativo que dos de las obras más conocidas en cada segmento del mercado editorial, Cómo piensan los bosques del antropólogo Eduardo Kohn, para un público erudito (5), y La vida secreta de los árboles de Peter Wohlleben, ingeniero forestal alemán (más de 250.000 ejemplares en Francia) (6), para el gran público, se basen en una celebración de la relación mística con los seres. El problema radicaría en que habríamos perdido nuestra relación sensible con el mundo. La mística de los árboles resuena como un llamado a lo invisible, a la exaltación de los saberes ancestrales de los “pueblos originarios”, portadores de “otro saber”: una búsqueda del sentido perdido de la existencia humana (7). Si se trata, según el antropólogo Philippe Descola, de dar expresión a “la mayoría de los ocupantes del mundo” –y especialmente a los árboles–, queda por saber si un “giro ontológico” semejante, por “simple, elegante y radical” (8) que sea, logra identificar las causas de la catástrofe ecológica en curso.
El “hermoso libro” de textos, imágenes y fotos publicado por la Fundación Cartier sobre la Amazonia había cruzado el umbral en 2003 (9). Coordinado por otro de los antropólogos más conocidos del momento, Bruce Albert, autor de trabajos sobre las sociedades amazónicas, fue coeditado por un líder indígena, Davi Kopenawa, portavoz de la causa Yanomani distinguido con varios premios internacionales por su contribución a la defensa del medio ambiente, y que logró el reconocimiento de un vasto territorio de bosque tropical para uso exclusivo de su comunidad. El relato se desarrolla a dos voces, a lo largo de creaciones artísticas destinadas a (…)
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