La mayoría de los grandes Estados europeos desean la elección de Joseph Biden. Imaginan que facilitará la restauración de un orden mundial menos caótico. Pero la identidad del ocupante de la Casa Blanca, así como las decisiones diplomáticas de Estados Unidos ya no determinan todos los equilibrios estratégicos.
“Guiar al mundo democrático”. Este es el eslogan que resume el programa de política exterior de Joseph Biden. Para precisar el contenido de esta ambición, el candidato demócrata a la elección presidencial estadounidense firmó, en marzo de 2020, una columna titulada “Por qué Estados Unidos debe dirigir de nuevo”. Allí constataba que “el sistema internacional que Estados Unidos construyó con tanta precaución se está resquebrajando”. Y oponía este declive a los triunfos conseguidos por su país –victoria en la Segunda Guerra Mundial, caída de la Cortina de Hierro– que definieron el orden internacional liberal en sus versiones bipolar (1947-1991), y luego unipolar (1991-2008). Ciertamente, el ex vicepresidente de Barack Obama admite que los peores males estadounidenses –desde el fracaso generalizado del sistema educativo hasta la desigualdad en el acceso a la salud pasando por las fallas de la política penitenciaria– son hoy de naturaleza interna. Pero afirma insistentemente que la diplomacia sigue siendo una de las fuentes principales de la influencia de Washington y que la relación entre Estados Unidos y el mundo, dañada por la administración Trump, debe ser restaurada con prioridad, “no sólo por el ejemplo de nuestra potencia, escribe, sino también por la potencia de nuestro ejemplo” (1).
Paréntesis destructivo
Este concepto de restauración y de ejemplaridad impregna toda la plataforma demócrata en materia de política exterior. Sus redactores –en su inmensa mayoría editorialistas estadounidenses mainstream, cuyas contribuciones pasan por el filtro de los expertos Ely Ratner y Daniel Benaim– consideran que el mundo no sabría “organizarse por sí solo”. No habría otra solución que la reconstrucción de un orden en el seno del cual la administración Trump sólo habría constituido un paréntesis destructivo. Entonces, este orden debería ser reconstruido, y no repensado. Estados Unidos, que detenta los planos del inmueble original, cuyas bases se mantienen, retomaría lógicamente el triple rol de promotor, maestro mayor de obras y administrador de copropiedad. En caso contrario, advierten Biden y sus consejeros, “alguien más tomará el lugar de Estados Unidos, pero de un modo que no será beneficioso para nuestros intereses y valores; o nadie lo hará, y esto llevará al caos” (2).
El mejor argumento de esta tesis paternalista es, por supuesto, la brutalidad que demostró la administración Trump en una gran cantidad de asuntos, desde el retiro unilateral del Plan de Acción Integral Conjunto sobre el programa nuclear de Irán, hasta la orientación completamente partidaria que le dio a la cuestión palestino-israelí. Sin embargo, por más convincente que resulte para algunos el contraste buscado con la política de Trump, la “restauración” diplomática demócrata descansa sobre tres errores de perspectiva.
Atracción y repulsión
En primer lugar, se equivoca en la definición misma de un “orden” internacional, concepto que trata con demasiada frecuencia en términos exclusivamente jerárquicos. Además, no acepta la evidencia de la evolución multipolar contemporánea. Finalmente, este proyecto demócrata deja entender que el conjunto de las acciones de la presidencia de Trump respondería al fracaso o a una lectura errónea de las relaciones internacionales. Este análisis parecería tener todo para triunfar. Pero estaría condenado de entrada por el rápido fracaso de las políticas de “restauración” que pretende.
Un “orden” internacional nunca es un bloque, sino un entramado de varios niveles. El primero (“macro político”) se basa en el efecto de polarización de las relaciones entre los Estados más potentes, en la medida en que los demás actores van a orientar una parte de su estrategia en función de estos antagonismos entre grandes potencias. Las relaciones actuales entre China, la Unión Europea, Estados Unidos y Rusia ilustran los efectos de atracción y repulsión de este primer nivel. El segundo (“mesopolítico”), concierne la existencia de configuraciones regionales político-estratégicas, que presentan regímenes de cooperación y de competición diferentes en función de la identidad y de los intereses de los Estados que los constituyen. Estas configuraciones regionales pueden tener un efecto de filtro que atenúa los efectos de los enfrentamientos entre grandes potencias. Este es el caso, por ejemplo, de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN, en inglés), cuyo foro permite en algunos casos que sus miembros conserven sus “opciones abiertas” a pesar de las presiones opuestas ejercidas por Pekín y Washington. Algunas potencias medias encuentran allí la posibilidad de preservar una libertad de acción estratégica defendiendo intereses concretos en su región. Por último, el tercer elemento de un orden internacional descansa sobre la existencia, entre los diversos Estados, de una convergencia de intereses independiente de la geografía. Esto se traduce en acuerdos internacionales relativos a temáticas de interés universal en los planos sanitario, cultural, comercial, tecnológico, securitario, etc. La lista no es exhaustiva.
Un enfoque del “todo o nada”
Como conlleva varios niveles distintos, un orden internacional no está entonces tan fundado en la sola noción de jerarquía, sino más bien en el ajuste perpetuo de equilibrios inestables, sujetos a sutiles efectos de cambio, en particular a nivel regional. Ya en 1942, el teórico realista de las relaciones internacionales Nicholas Spykman brindaba una impactante traducción de esta efervescencia: “En un mundo dinámico en cuyo seno las fuerzas evolucionan y las ideas cambian, ninguna estructura legal puede ser aceptada indefinidamente. Preservar el orden de un Estado no consiste en designar de una vez por todas la supuesta solución a todos los problemas, sino en tomar las decisiones que, cotidianamente, allanarán las fricciones humanas, equilibrarán las fuerzas sociales y favorecerán los compromisos políticos. Esto implica decidir, en circunstancias cambiantes, qué es lo que merece ser preservado y lo que debe ser modificado. Preservar el orden de la sociedad internacional es un problema de la misma naturaleza” (3), escribía este crítico del mesianismo estadounidense. La evolución de la sociedad internacional actual ilustra la pertinencia de esta visión que, en lugar de oponer inercias geopolíticas y dinámicas sociales, las reconcilia en el marco de un análisis en movimiento.
Treinta años después del final de la Guerra Fría, la configuración de los equilibrios mundiales y regionales cambió de manera fundamental. Estados Unidos, que mantiene una considerable ventaja militar sobre el resto del mundo, debe tener cuenta de la evidente progresión de una China que procede metódicamente y a largo plazo. Junto a los eventuales socios que deseen “subirse al tren exprés del desarrollo chino” –para retomar la fórmula de Xi Jinping, calurosamente aplaudida en 2017 por los participantes del Foro Económico de Davos–, es ahora lo suficientemente fuerte para proponer marcos de socialización geopolíticos y geoeconómicos alternativos a los de Estados Unidos. China, bajo vigilancia desde la administración Clinton y ahora plenamente “emergida”, fue el blanco evidente de las fuerzas terrestres estadounidenses cuando, en 2018, establecieron un nuevo mandamiento de la prospectiva (Futures Command). Esta vez, su misión no era disertar sobre la manera de “conquistar los corazones y los espíritus” en la “guerra global contra el terrorismo”, sino preparar un conflicto armado con un adversario militar de nivel equivalente, en campos de confrontación inéditos como el espacio extra-atmosférico. El aumento de las tensiones es real: Michael O’Hanlon, experto de la Brookings Institution, llama la atención sobre el riesgo ahora plausible de guerras mayores que impliquen a Pekín, que (…)
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