Fuerte mensaje nos mandan desde EEUU. Las elecciones no solo han servido para redefinir el poder sino también para dar cuenta de la complejidad de los escenarios políticos que se abren y la necesidad de afinar los instrumentos de observación para lograr lecturas más precisas de lo que está ocurriendo. Porque en el marco de la globalización y la sociedad multiconectada actual, buena parte de lo que ocurre en aquel país es reflejo de problemas que afectan también a la sociedad chilena.
Los 70 millones de votos que obtuvo Donald Trump significan tarjeta amarilla (casi naranja) para las élites. Sobre todo porque los obtuvo un candidato con una larga lista de tendencias que lastiman los sentimientos colectivos y las sensibilidades actuales: xenofobia, supremacismo blanco, machismo, misoginia, megalomanía, vulgaridad, mitomanía, ausencia de convicción republicana, incapacidad de reconocer una derrota, etc.
A pesar de ello, obtuvo una cantidad impresionante de votos. Esto se explica porque, para muchos electores, algo tiene Trump que compensa y supera sus aspectos repudiables: ha tocado una cuerda sensible a los ciudadanos de su país: ha detectado un argumento que para ellos tiene sentido. Y lo expresa con claridad, para convencer a sus seguidores: la crítica a las élites privilegiadas. Buena parte del pueblo estadounidense se identifica con un líder que cuestiona a esos grupos: universitarios, profesionales, tecnócratas, funcionarios, centros de estudios, etc. El pueblo siente que ellos han abusado de sus posiciones de poder y privilegio, haciéndole sentir su superioridad y evitando asumir una actitud de mayor sensibilidad y solidaridad por los que necesitan su ayuda. Después de muchos años de sentirse humillados por las élites privilegiadas, el pueblo se identifica con el líder que los enfrenta y desenmascara sus actitudes indolentes. Por eso, buena parte del pueblo decidió ignorar los aspectos repudiables de Trump y le ha dado su voto.
Esta situación es ampliamente replicable en Chile, donde las mismas capas privilegiadas abusan de su poder. Lo vemos a diario en distintos ámbitos.
Los tecnócratas de Sernatur y del Ministerio de Salud imponen a las tabernas y posadas de los campesinos las mismas normas técnicas que se requieren para los hoteles y restaurantes ABC1. Obsesionados por fijar “estándares internacionales de calidad”, esos grupos privilegiados han establecido un modelo excluyente que perjudica enormemente el desarrollo del turismo rural.
Los sanitaristas forman otra élite irritante para el pueblo. Ellos lograron sucesivas reformas a las leyes para restringir cada vez más el acceso del pueblo a la (…)
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