La primera emisión de la franja electoral con miras al plebiscito constitucional del 25 de octubre trajo consigo una serie de controversias. Una de ellas vino de la mano de un representante de “Evangélicos por el rechazo”, quien básicamente planteó que este proceso no estaba aprobado por la Biblia y que, más bien, era inspirado por Satanás. Las reacciones no se dejaron esperar. Rápidamente se levantaron quienes comenzaron a cuestionar la legitimidad de la participación de grupos religiosos en asuntos públicos, solicitando que asuman el lugar que les corresponde como a cualquier creencia de este tipo: el ámbito de lo privado. Este hecho gatilló nuevamente las discusiones sobre la fragilidad de la laicidad chilena, la necesidad de profundizar la separación entre religiones y Estado, así como también un conjunto de advertencias que siempre irrumpen desde conciencias liberales y progresistas frente a este tipo de discursos: el cuidado con el avance de pensamientos retrógrados o anacrónicos, la presencia del medievalismo, la corrosión del fundamentalismo, entre otros epítetos volcados hacia “el evangelismo” (sic). Demás está decir que estos sectores vaticinaron, de entrada, que todo este espectro se inclinaría, indudablemente, por el rechazo. Recuerdo durante esos días hablar con dos representantes de un reconocido think tank de la izquierda chilena sobre la posibilidad de realizar algunas acciones mediáticas para contrarrestar este tipo de narrativas. Su respuesta fue contundente: “nosotros ni pensamos en los evangélicos. ¿Para qué, si su voto está cantado?”. Los pronósticos fueron lapidarios.
Este suceso también movió el avispero dentro del propio campo evangélico. Se levantó el grupo de “Evangélicos por el apruebo”, recordando que las iglesias protestantes son plurales, y que en su seno conviven muchas cosmovisiones, que no necesariamente se sienten identificadas con las palabras vertidas por Kevin Valenzuela durante la franja electoral (1). En la misma línea, el Concilio de Iglesias Protestantes Históricas de Chile emitió un comunicado donde subrayó uno de los principios fundamentes del campo evangélico, como es su diversidad y autonomía internas, razón por la cual nadie podía osar hablar en representación de algo tan irreal como “LA iglesia evangélica”, sin reconocer su heterogeneidad (2). De forma paralela, muchas voces independientes de diversas denominaciones, movimientos y organizaciones, coparon las redes sociales con debates, enfrentamientos y discusiones sobre estos vaivenes.
En el plebiscito
Pasados los exitosos eventos del 25 de Octubre, donde el Apruebo ganó por un 80%, el monitoreo post-plebiscito del CADEM (3) arrojó un dato llamativo: al indagar dentro del espectro religioso de votantes, el campo evangélico se había inclinado mayoritariamente por el Apruebo (57% vs. 43%) Aunque representó la identificación religiosa que más acompañó al Rechazo (al compararlo con el 26% católico), las estadísticas fueron hacia una dirección hasta ese momento inesperada, al menos por algunos analistas políticos, grupos de activistas y ciertos partidos -especialmente del ala centroizquierda-, que pronosticaron un voto homogéneo y casi “natural” dentro del espectro evangélico. ¿Había ocurrido algo particular para tal desenlace? ¿Alguna variable que no se tuvo en cuenta? ¿Tal vez hubo un movimiento que logró convencer a este sector para actuar de otra manera?
De ninguna manera. Fue un error de lectura que, lamentablemente, es muy común encontrar, especialmente en sectores progresistas. Una mirada que acota el accionar religioso bajo la moderna división entre lo público y lo privado, distinción que el mismo feminismo ha cuestionado férreamente (¡lo privado es político!), y que clausura la legitimidad de otros modos de participación en el espacio público, más allá de la institucionalidad de la “clase política” y su burocracia. Una categorización que recluye lo político y lo público bajo una concepción técnica y racional, que deja de lado otro tipo de performances y apropiaciones como las representadas en la sociedad civil, y dentro de ella, a las espiritualidades y religiones, en su sentido más amplio y plural. Una mirada que tiende a etiquetar lo religioso como sinónimo a fundamentalismo. Tal generalización con respecto al modo de ver la actuación política del campo evangélico -y el religioso en general- responde simplemente a un conjunto de estereotipos que, más allá de responder a elementos socio-históricos válidos (el impacto de la presencia pública de (…)
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