Un antigüo axioma dice que la política exterior de un país refleja sus valores y prioridades internas; por años esa definición dominó el trabajo diplomático de Chile, a partir del término de la dictadura cívico-militar y la necesidad de impulsar una “reinserción en el concierto internacional y resituar su imagen país”, profundamente deteriorada por los años de autoritarismo, sobre todo por la sistemática violación a los derechos humanos y la persistencia de condenas en organismos multilaterales, como las Naciones Unidas y en cuanto foro mundial que examinara el estado interno de respeto a los derechos básicos.
La reinserción internacional chilena se vio reforzada por los informes de comisiones especiales (Rettig y Valech) que investigaron los crímenes de la dictadura, los juicios y condenas que se multiplicaron tras el arresto del general Augusto Pinochet en Londres, donde estuvo más de 500 días, y al mismo tiempo la política exterior chilena puso en marcha una ambiciosa política de inserción económica que, a la larga, acumuló más de treinta tratados de libre comercio con los principales mercados globales, lo que al final terminó dominando el trabajo de la Cancillería y sus organismos especializados en comercio exterior. Así fue creciendo la imagen de un Chile “Jaguar”, con estabilidad, garantías para las inversiones, libre circulación de capitales, crecimiento sostenido y gobernabilidad política. “Un oasis”, según las palabras del actual presidente.
Para un sector de la alta sociedad, las condiciones internas de Chile comenzaron a ser incompatibles con el retraso de la región, cuyos países en las últimas décadas comenzaron a desarrollar proyectos políticos transformadores y autónomos. En algunos casos estallaron fuertes y delicadas crisis, como en Haití a mediados de los 90, momento en que Chile junto a Brasil con acuerdo de la ONU participa en una vasta operación de paz que duró casi quince años y que llevó a miles de efectivos de las Fuerzas Armadas (...)
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