Entre 1920 y 1962, Bélgica administró Ruanda, apoyándose particularmente en los misioneros católicos. Impregnados de las ideologías raciales, estos colonizadores impusieron las categorías “étnicas”, terreno fértil para el genocidio de los tutsis en 1994.
Actualmente, la responsabilidad de Bélgica en el genocidio ruandés quedó eclipsada por los reflectores que finalmente se enfocaron sobre Francia. Sin embargo, la responsabilidad de la ex potencia colonial no abarca un puñado de años, sino décadas: desde que la Sociedad de las Naciones le encomendó a Bélgica, tras la Primera Guerra Mundial, la tutela de dos ex colonias alemanas, Ruanda y Burundi.
Los belgas, que gobernaban a la distancia dos pequeños países de los que no sabían nada, decidieron practicar una administración indirecta y apoyarse en las estructuras locales, en este caso un poder feudal de derecho divino dominado por el Mwami (soberano). Y como no querían exponerse por territorios mucho más pobres que el inmenso Congo del rey Léopold II, llamaron al rescate a los Padres Blancos de África, para que la evangelización se convirtiera a la vez en un elemento de dominación colonial y en un factor de “desarrollo”.
Impregnados de la ciencia de la época, la antropometría, y maníacos de la clasificación y la diferenciación de “razas”, los belgas adoptaron con convicción la ideología conocida como “hamítica”. Consideraban que los tutsis, habida cuenta de su morfología, eran de origen hamítico o nilótico; que pertenecían a un pueblo de ganaderos que, llegados al África Central en busca de pasturas para sus rebaños, se habían impuesto a los agricultores “bantúes” (hutus), así como a los pueblos twa (pigmeos), primeros ocupantes de Ruanda (1).
Conversiones múltiples
En este país donde, como en el vecino Burundi, la legitimidad de la monarquía se basaba más en la religión que en la etnia, los colonizadores y los misioneros socavaron la autoridad del mwami Musinga, que terminó por ser destituido en 1931 por haberse negado a convertirse al catolicismo. El culto local a Imana, dios único y elemento de cohesión, fue entonces remplazado por la religión católica, y la “aristocracia”, es decir los tutsis, fueron el centro de atención de los misionarios.
En la década de 1930 las conversiones fueron masivas, los bautismos con agua eran habituales y, en 1950, Ruanda, modelo de evangelización, fue consagrada al Cristo Rey. Los notables tutsis, convencidos de la superioridad que les había sido atribuida, se convirtieron en transmisores del poder colonial. Encargados de distribuir los trabajos forzados y las sanciones, suscitaron la creciente animosidad de los hutus, cuyos líderes habían sido destituidos por los belgas. Con el paso del tiempo, los hutus fueron sometidos a cargas cada vez más pesadas, lo que provocó numerosas hambrunas, al tiempo que sólo los niños tutsi tenían acceso a la educación, inclusive en el grupo escolar de Astrida (actualmente Butare, al sudeste del país), donde se formaban los auxiliares de la colonización.
Pero los belgas destruyeron también otro elemento de cohesión social: un sistema tradicional basado en tres jefes, uno para las tierras, otro para el ganado y otro para el ejército. Entre 1930 y fines de los años 1950, los colonizadores y misioneros se ocuparon así de deshacer la “trenza” de la nación ruandesa, llegando incluso a dotar a sus ciudadanos de documentos de identidad que especificaban su “etnia”. El sistema funcionó hasta alcanzar el punto de quiebre: cuando las elites tutsis se tornaron sensibles a las reivindicaciones de independencia que se extendían por toda (…)
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