En un bosque de vegetación exuberante, surcada por cursos de agua cristalinos, los habitantes de una comunidad indígena se alzan contra un proyecto minero. Este, amenaza con destruir la montaña que asoma sobre las pequeñas chozas de madera frente a las cuales juegan los niños, descalzos. Entre dos escenas de cultivo en el medio de un paraíso tropical, militantes indignados e indígenas afligidos denuncian polución, contaminación y violencias. Le siguen secuencias de manifestaciones, entrecortadas por imágenes de llagas ensangrentadas, de mujeres que gritan al lado de hombres que levantan sus puños… Cuando las luces vuelven a prenderse, el público aplaude a Pocho Álvarez, el cineasta ecuatoriano de A cielo abierto. Derechos minados, un documental dedicado a la lucha contra la explotación minera en su país.
El trabajo de Álvarez no es un caso aislado. Decenas de otros cineastas, periodistas, artistas y universitarios comparten, a lo largo del mundo, la denuncia al extractivismo: la explotación de recursos naturales para su exportación. Desde el cine Ochoymedio, en el barrio exclusivo de la capital, Quito, hasta los muelles del antiguo puerto sardinero de Douarnenez, en Bretaña, donde todos los años se realiza un festival de documentales militantes, el escenario varía poco: una empresa transnacional sin escrúpulos, comunidades indígenas puestas a prueba, un grito de desesperación que se alza contra una modernidad depredadora; y, la mayoría de las veces, un Estado cuya complicidad genera aún más incomprensión si consideramos que sus dirigentes se presentan como “de izquierda”. Según Eduardo Gudynas, uno de los intelectuales a la vanguardia de este tema, los venezolanos Hugo Chávez y Nicolás Maduro, los argentinos Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, el boliviano Evo Morales y el ecuatoriano Rafael Correa habrían, en efecto, engañado a sus electores pretendiendo operar una ruptura con sus predecesores neoliberales. Basando sus medidas redistributivas en políticas extractivistas, habrían “avalado el capitalismo con el pretexto de que sus efectos negativos podrían ser rectificados o amortiguados” (1): una apuesta condenada al fracaso, según Gudynas.
Una navaja suiza de conceptos
El extractivismo –rebautizado “neo-extractivismo” cuando se trata de señalar con el dedo la versión actualizada de una práctica neoliberal por parte de la izquierda– constituye hoy un reclamo recurrente en la crítica a los gobiernos progresistas latinoamericanos. Retomado en las redes militantes y en los espacios universitarios, este discurso encanta a la derecha, que sin dificultad se muestra poseedor de convicciones ecológicas desde el momento en que eso le permite abrumar a sus adversarios. Como en Bolivia, a fines del año 2019. En esa época, los incendios forestales devastaban las regiones orientales del país, debido al avance de la frontera agrícola durante décadas. Luis Fernando Camacho (2), líder boliviano de la ultraderecha católica y presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, controlado por las élites de la agroindustria, manifiesta entonces una repentina preocupación por el planeta. Frente a una multitud reunida para “salvar” los árboles milenarios de la región, se compromete a “proteger el medioambiente” y a “regenerar el bosque” (3). Algunas semanas después, cuando irrumpe en la sede del poder ejecutivo mientras que un golpe de Estado acaba de voltear a Morales, sus primeras palabras sin embargo son: “Nunca más volverá la Pachamama al Palacio de Gobierno” (4).
Este tipo de recuperación podría haber alertado a algunos intelectuales inicialmente favorables a los proyectos de transformación social llevados adelante en la región, pero hoy desdeñosos del extractivismo. Pensemos en el economista ecuatoriano Alberto Acosta, presidente de la Asamblea Constituyente ecuatoriana; en Gudynas, entonces, que había apoyado los procesos constituyentes de Bolivia y Ecuador; o en la argentina Maristella Svampa, cuyas largas entrevistas con Álvaro García Linera, el vicepresidente boliviano, a fines de los años 2000, no se distinguían precisamente por su carácter crítico (5). No obstante, para ellos, la “traición” de los progresistas en el poder parece haber sido tal que actualmente todas las alianzas son viables. Incluso las más improbables para intelectuales que se proclaman “de izquierda”.
Leyendo a Svampa, la noción de neo-extractivismo parece una navaja suiza conceptual: permite dar cuenta de la “crisis económica” del capitalismo, de la “crisis ecológica” que acompaña la extensión de los territorios explotados, de la “crisis geopolítica” provocada por la competencia china frente a la hegemonía estadounidense, de la “crisis del patriarcado” en la esfera doméstica… Ofrecería además una forma para pensar un futuro mejor: “Tomar la medida de la crisis socio-ecológica y civilizacional del Antropoceno conduce al desafío de pensar soluciones al extractivismo dominante” para construir una “sociedad post-extractivista” basada en los “derechos de la naturaleza”, la “reciprocidad”, la “despatriarcalización”, el “ecofeminismo”… En otras palabras, el “buen vivir” (en aymara sumak qamaña, en quichua suma kawsay) defendido por los pueblos indígenas, que garantizaría la armonía más absoluta con la naturaleza (6).
Marxismo eurocéntrico
Ahora bien, las ventajas de la crítica al neo-extractivismo no se limitan a sus aportes teóricos. Promovida por pensadores latinoamericanos que manejan perfectamente la jerga conceptual del pensamiento crítico, permite denunciar procesos políticos del Sur a partir del Sur, y las ambiciones de la izquierda a partir de “la izquierda”. Al mismo tiempo, precipita a sus voceros en la escena intelectual mundial, particularmente en las universidades más al Norte y menos críticas. Desde los cines de Quito hasta los del boulevard Saint-Michel en París, desde las publicaciones militantes latinoamericanas hasta las revistas de renombre mundial, la crítica a la minería opera como un acelerador de notoriedad y de legitimidad en un espacio universitario muy al tanto de las exigencias del marketing individual.
Porque, ¿quién conocía los trabajos de Gudynas antes de que se especializara en la denuncia al neo-extractivismo, alrededor de los años 2010? Una indagación en el sitio web Google Académico, una herramienta de búsqueda de artículos y publicaciones científicas en español, arroja menos de 110 citas por año antes del 2010. Y después la curva escala de repente. Desde el 2016, el número nunca desciende por debajo de 1 400: actualmente se leen pocas actas de acusación y juicios en capitulación de dirigentes progresistas latinoamericanos que no citen su nombre. Y aún menos tesis de ciencias sociales avocadas a investigar la extracción minera que no retomen sus definiciones –cuya validez ya no nos cuestionamos.
Además de la avidez del Norte por un pensamiento que rompa con un marxismo juzgado demasiado eurocéntrico, el éxito de esta corriente ideológica seduce más allá de los círculos ecologistas. Haciéndose cómplice de la “destrucción del planeta”, la izquierda latinoamericana estaría pisoteando su promesa de defender a los oprimidos, a la cabeza de los cuales están las poblaciones autóctonas afectadas por la minería. El extractivismo estaría entonces revelando el desprecio de los “progresistas” por la democracia.
Pero el registro moral de la traición, que opone un Estado corrompible a comunidades indígenas inquebrantables, ¿permite realmente comprender toda la realidad? Si, de coloquios a seminarios web, de tribunas a peticiones, Acosta, Gudynas y sus amigos proclaman la urgencia de “volver a los valores primitivos fundamentales” (7) –entendiendo a estos como la celebración de la Pachamama y una forma de frugalidad satisfecha–, salir de los pasillos de la universidad permite a menudo medir la falta de anclaje de este discurso en la experiencia de las poblaciones de las que se supone que vehiculiza la palabra.
“Lucha ejemplar”
Principios del 2018, comuna de Tundayme, en Ecuador. ¿Qué dicen las comunidades que viven cerca de una mina de cobre a cielo abierto (el “proyecto Mirador”) cuya explotación empezó a principios del 2020? Si, como pasa frecuentemente, sus dirigentes se alzan en contra de la minería, ya sea para ganar visibilidad política, o para apoyar otros proyectos económicos (en particular, turísticos), la mayoría de los habitantes están a favor. Todos aspiran a tener una vida “menos dura” y ven en la minería el medio para lograrlo, porque, además de los derechos de explotación de los que goza, el Estado garantizó a las poblaciones locales importantes beneficios económicos. Karina Maxi, de 15 años, nos explica que los jóvenes de su comunidad “no quieren vivir como [sus] padres en chozas, sin electricidad, trabajando duro con un machete como única herramienta”. Carlos Tendetza, de unos 40 años, nos cuenta que, gracias a la nueva ruta financiada por la minería, su familia hoy puede “vender el fruto de la caza y del cultivo a la ciudad vecina”, haciendo posible la escolarización de sus hijos. Polibio Juepa, de 80 años, se dice dichoso por tener hoy acceso al agua gracias a los trabajos financiados por los ingresos generados por la minería: “Antes, había que hacer muchos kilómetros para ir a buscarla, y después traerla a cuestas”. Claro que no todas las comunidades son favorables a los proyectos extractivistas. Pero la puesta en relieve de ciertas luchas, como las llevadas a cabo en contra del proyecto minero de Intag en Ecuador o de La Conga en Perú, tiende a ocultar el hecho de que, en la mayor parte de los casos, proyectos así están lejos de encontrar hostilidad en las poblaciones.
“Trampa asistencialista”, objeta Gudynas (8). No es el extractivismo (…)
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