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El avasallador crecimiento de los centros comerciales

Los desastres del automovilismo

¿Cómo es posible que, de Alsacia al País Vasco, de Córcega a Bretaña, Francia, un país que solía enorgullecerse de su diversidad de culturas y paisajes urbanos, haya podido volverse tan fea y aburrida? ¿Cómo es posible que ciudades con un patrimonio arquitectónico tan rico hayan permitido la construcción en sus afueras de centros comerciales tan horripilantes como impersonales mientras dejan que se marchiten sus centros y sus barrios populares? Si hubiera que escribir una historia del urbanismo comercial de Francia, seguramente empezaría en Dayton, Estados Unidos, a finales de los años 1950. “No parking, no business” (“Sin aparcamiento no hay negocio”): el gurú de la distribución Bernardo Trujillo predicaba el advenimiento de la era del “todo por el coche” y de las formas de rentabilizarlo jugando con la equiparación de márgenes, cercanos a cero para los productos de reclamo como la gasolina y máximos en los demás – “una isla de pérdidas en un océano de ganancias” (1)–.

Ansiosa por incrementar las ventas de sus cajas registradoras, la sociedad National Cash Register (NCR) organizó seminarios sobre los “métodos mercantiles modernos”, que atrajeron a muchos occidentales, franceses, sobre todo. A excepción de Édouard Leclerc, los fundadores de todos los futuros grupos de distribución del país asisten: Auchan, Castorama, Prisunic, Promodès, Fnac, Printemps, etc. El fundador de Carrefour, Marcel Fournier, regresa de Ohio convencido de la necesidad de ampliar tanto la superficie de aparcamiento como la de venta del primer hipermercado francés, que abriría en 1963 en Sainte-Geneviève-des-Bois (Essonne). En 1975 ya había más de 250 tiendas gigantes de este tipo (2), más de 400 en 1980 y en la actualidad ya son 2.200 repartidas por toda Francia. Facturan más de 100.000 millones de euros al año y rondan el 35% de las ventas de productos alimentarios.

En 1964, un vendedor de electrodomésticos abre una primera tienda en los terrenos pantanosos del norte de Marsella, Plan de Campagne, que se convertiría en una de las mayores zonas comerciales de toda Francia. En 1969 abren los primeros centros que integrarían una galería comercial: Parly 2, en Yvelines, y Cap 3000, cerca del aeropuerto de Niza. Al igual que los innumerables centros y polígonos comerciales que los seguirían, están rodeados por áreas de aparcamiento –sus 3.000 plazas dan su nombre al centro comercial nizardo–. Al querer adaptar la ciudad al coche, el automovilismo ha matado el urbanismo, como previó André Gorz en 1973: “Si el coche tiene que prevalecer a toda costa, no existe más que una solución: suprimir las ciudades, es decir, esparcirlas a lo largo de grandes extensiones de cientos de kilómetros, de avenidas monumentales, de arrabales de autopistas” (3).

No resulta insignificante el hecho de que las grandes empresas de la distribución y los fabricantes de automóviles sean desde hace tiempo quienes más gastan en publicidad propagando la idea de que el coche individual ahorra tanto tiempo y es tan útil que todos debemos acomodarnos a sus molestias. Accidentes, contaminación del aire, del agua, del suelo, contribución al efecto invernadero, ruido, atascos, destrucción de los paisajes y de la biodiversidad…: la espiral de la dependencia del automóvil conlleva “costes externos” colosales, valorados en 820.000 millones de euros anuales en la Unión Europea y en 109.000 millones solo en Francia, es decir, en torno al 5,5% del producto interior bruto (PIB) (4). Y todavía resulta imposible cuantificar lo esencial: el costo de una expansión urbana muy difícilmente reversible.

Aunque el fenómeno de la periurbanización se está volviendo universal, Francia se distingue en Europa por su modelo de acceso a la ciudad, con hipermercado y área comercial. La concentración en el sector alimentario ha sido emulada en todos los sectores de la distribución, desde la moda hasta los deportes. Ya desde los inicios, los pequeños comerciantes temían los efectos de las fuerzas del libre mercado y de la concentración del capital en el sector de la distribución. En 1973, el Gobierno intentó “supervisar” la expansión de las ciudades con la ley Royer y la creación de comisiones destinadas a regular la apertura de nuevos establecimientos. Pero la hipocresía de los mandatarios locales de uno y otro bando y la corrupción pervirtieron su función, como quedó ampliamente demostrado por la comisión parlamentaria de investigación del financiamiento de los partidos políticos de 1991.

La ley Sapin de 1993 sobre corrupción, la Galland de 1996 sobre la venta a pérdida o la Raffarin de 1996, que reducía los umbrales de autorización, intentaron sin mucho éxito poner freno a la tendencia. Constituida (...)

Artículo completo: 2 320 palabras.

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Philippe Descamps

Sociólogos, respectivamente en el Conservatorio Nacional de las Artes y los Oficios de Francia (CNAM) y en la Universidad de Angers (UFR Esthua, Turismo y Cultura). Los autores agradecen sus investigaciones a Laure Paganelli.

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