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Virtudes políticas y económicas de la histeria anti-Trump

En Estados Unidos, el complotismo de los progresistas

El fin de la presidencia de Donald Trump no puso fin a los desbordes que la acompañaron. Sus adversarios siguen presentando al ex promotor inmobiliario como un peligro vital que reclama una movilización permanente. Al punto que la analogía con Adolf Hitler se ha vuelto corriente, incluido entre aquellos que saben lo que significa hablar. Semejante ultrajes tienen un objetivo. ¿Cuál?

Subrayar hasta qué punto Donald Trump fue un mal presidente es la condición previa de toda evaluación seria sobre el diluvio de discursos delirantes que, en Estados Unidos, inunda el debate público desde hace cinco años.

Evidentemente, el millonario neoyorquino fue un dirigente execrable: egocéntrico, lleno de prejuicios, incapaz de sentir empatía, pretencioso, inconsciente de las responsabilidades que le incumbían. No dejó de mentir, incluso sobre cosas fácilmente verificables, y de comportarse como un demagogo, fingiendo preocuparse por las clases populares. Usó la función suprema para enriquecerse personalmente, servir a sus amigos y permitirles a las empresas remodelar las leyes a su conveniencia. Recusó la legitimidad de toda elección cuyo resultado le disgustó.

Todas estas constataciones, con excepción de la última, podrían sin embargo aplicarse a muchos de los dirigentes estadounidenses de los últimos cincuenta años, y sobre todo, a ciertos inquilinos de la Casa Blanca que fueron mucho más lejos que Trump en el uso destructivo del poder presidencial. Ronald Reagan, por ejemplo, desreguló el sistema financiero, autorizó la vuelta de los monopolios, destruyó el poder de los sindicatos, financió ilegalmente una guerrilla de extrema derecha en América Central. George W. Bush desató una larga guerra basándose en una mentira y lanzó un programa de vigilancia nacional que no cesa de expandirse. En cuanto a Richard Nixon, unos pocos clics bastan para descubrir la amplitud de los daños que causó.

Delirar o callarse
Eran todos hombres hábiles, que perseguían con una fría racionalidad objetivos fijados desde larga data por su partido. Trump, en cambio, hizo prueba de una incompetencia apenas creíble, tal un idiota enfrentándose con fuerzas que lo superaban. Ciertamente, hizo votar importantes reducciones de impuestos, sobre todo para las empresas y nombró numerosos jueces ultraconservadores. Pero, fuera de eso, no tuvo grandes logros. Él, que se presentaba como un hombre fuerte, siempre listo para hacer uso de su poder, no hizo nada cuando una verdadera urgencia nacional golpeó a Estados Unidos con la pandemia de Covid-19: dejó que los estados y el sector privado se las arreglaran solos. Y, en la primavera (boreal) de 2020, cuando estallaron manifestaciones en todo el país en reacción a la muerte de George Floyd a manos de la policía, respondió con quejas hacia los medios de comunicación. Aquél que era presentado como una amenaza a la libertad de expresión terminó de hecho siendo censurado el día en que Twitter y Facebook cerraron sus cuentas.

¿Cómo interpretar entonces la cultura política que dominó al país estos últimos cinco años? Entre 2016 y principios de 2021, la aplastante mayoría de los comentadores, pensadores y otros “expertos” se pusieron de acuerdo para describir a Trump como un tirano, un belicista obsesionado con las armas atómicas, un fascista, un nazi, el peor dirigente del planeta desde Adolf Hitler. Su verborrea era universal, hegemónica en casi todas las publicaciones, en todos los canales de televisión y estaciones de radio que orientaban la vida intelectual del país. Ser de izquierda y defender otra interpretación no era solamente inadmisible: era el medio más seguro para perjudicar su propia carrera. Negarse a participar de la histeria colectiva equivalía a condenarse a sí mismo al silencio.

Para comprender este engranaje, hay que comenzar por el culebrón que sirvió como punto de partida: la teoría según la cual Trump no sólo había ganado la elección gracias a una intervención de Rusia sino que, además, no dejaba de actuar como instrumento de una potencia extranjera hostil. Casi todos los medios de comunicación de renombre acusaron, en un momento u otro, al millonario neoyorquino de ser un agente infiltrado. Sin embargo, varios de los elementos cruciales en que se basaba la hipótesis del complot ruso nunca fueron probados; otros fueron refutados, como el asunto de las recompensas que Rusia les habría supuestamente ofrecido a los afganos para matar soldados estadounidenses (1). Podríamos seguir un buen rato enumerando las fake news del periodismo anti-Trump. Se cuentan por decenas, al punto que, según el periodista Matt Taibbi, la frenética sucesión de pseudo-escándalos terminó sirviéndole de modelo económico a lo medios de comunicación: ni bien un asunto se desinflaba, otro llegaba para ocupar su lugar, asegurándoles éxitos de audiencia a lo largo de toda esta presidencia (2).

Según un censo llevado a cabo por The New York Times, se publicaron 1.200 libros sobre Trump entre 2016 y agosto de 2020. Durante su mandato, los canales de televisión por cable informaron sus errores con tal ensañamiento que a menudo no les quedaba tiempo suficiente para preocuparse por el resto de la actualidad. Su irrupción en la escena nacional les fue tan provechosa como a los más fervientes adeptos al Presidente. Oponérsele les procuraba además una razón de ser a estos periodistas, como sugiere un meme muy popular en Internet estos últimos años: “Si usted ya se preguntó lo que hubiera hecho en tiempos de la esclavitud, del Holocausto o del movimiento por los derechos civiles, ahora va a descubrirlo”...

La guerra contra Trump simplificó en exceso el mundo, reinterpretando cada hecho bajo los colores de la urgencia moral. Transformó a los medios de comunicación en héroes, en “combatientes de primera línea en la guerra del Presidente Trump contra la verdad”, para citar la descripción de una obra de Jim Acosta, el corresponsal de Cable News Network (CNN) en la Casa Blanca (3). Le resultó exitosa a políticos menores que no tenían otro programa más que su oposición a Trump y le permitió a los canales de televisión vender mayor cantidad de publicidades (4).

En términos de palabras por mes de mandato, la administración Trump debe haber sido la más disecada de la historia de Estados Unidos. En revancha, la histeria “progresista” que la acompañó no fue objeto de prácticamente ningún análisis serio. Sin embargo, ésta revela la historia cultural de los años de Trump tanto como el personaje mismo. De hecho, esta banalización del ultraje importa incluso más ya que refleja los pensamientos y los temores del grupo social dominante en Estados Unidos, los millones de funcionarios y los miembros de profesiones intelectuales superiores que prosperaron estas últimas décadas. Si bien Trump ya no está tanto en los primeros planos –por el momento–, los trabajadores de cuello blanco que lo despreciaron continúan saboreando su victoria. Su visión del mundo impregna de ahora en más a todas las grandes instituciones: Silicon Valley, Wall Street, las universidades, los medios de comunicación, el sector asociativo.

Pero el frenesí de los progresistas tiene un significado más profundo. La era de Trump comenzó con una denuncia a los “populistas” que ignoraban a los más instruidos y amenazaban con instaurar un regimen autoritario en Estados Unidos. Terminó con el triunfo de las clases superiores: las grandes empresas ya podían presentarse de manera repetida como combatientes del anti-racismo; los medios de comunicación, que reivindican la “post-objetividad”, pretenden acabar con toda disonancia ideológica; cada paso en falso político, aunque ínfimo, puede acabar en un despido o en humillaciones públicas. Colmo de la ironía: muchos de los demócratas que estaban tan preocupados, cuatro años atrás, por el autoritarismo de Trump, terminaron aceptando la idea de redireccionar los medios de vigilancia del Estado hacia el “extremismo interior”. El miedo al autoritarismo trumpista favoreció así un autoritarismo demócrata.

“¡Gritar durante el sueño!”
Una de las primeras en sacar provecho de este gran temor fue Amy Siskind, antigua funcionaria de Wall Street convertida en fan de Hillary Clinton, quien sucumbió al miedo en noviembre de 2016 tras la victoria del candidato republicano. En reacción a este inconcebible acontecimiento, se dio a la tarea de redactar un catálogo exhaustivo de todo aquello que Trump hacía de chocante, de nuevo o de “anormal”. ¿Por qué embarcarse en un proyecto semejante? Porque “los especialistas del autoritarismo nos aconsejan hacer una lista de todos los sutiles cambios que operan alrededor nuestro, para recordarlos mejor”, según una frase repetida sin cesar por Siskind en su sitio de Internet. Su catálogo pretendía ser una suerte de manual para la redención nacional, que trazara un “mapa destinado a ayudarnos a volver a la normalidad y a la democracia”.

Concretamente, Siskind publicaba cada domingo una lista de inquietantes informaciones que habían llamado su atención a lo largo de la semana anterior. Dejándose llevar por el entusiasmo sobre su propio proyecto, comenzó a detectarlas en número creciente. La primera lista, en noviembre de 2016, tenía nueve elementos; una de las últimas, en diciembre de 2020, enumeraba 370 afrentas. Mientras tanto, el proyecto de Siskind se volvió tan popular que publicó un libro, La Lista (5).

¿Pero cómo pudo la defensa de la “normalidad” convertirse en la principal preocupación de los “progresistas”? Más allá de los elementos habituales del catálogo de la indignación (la vulgaridad de Trump, su supuesta connivencia con Rusia), las listas semanales incluían cosas más banales (como renuncias en la Casa Blanca) o consideraciones francamente retrógradas. A Siskind le parecía por ejemplo escandaloso criticar el procedimiento de obstrucción parlamentaria (filibuster) disponible para una minoría de senadores (40 sobre 100), ya que se trata de una “norma establecida de larga data” (6). (...)

Artículo completo: 5 055 palabras.

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Thomas Fran

Periodista. Autor de The People, NO: A Brief History of Anti-Populism, Metropolitan Books, Nueva York, 2020.

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