La escasez mundial de semiconductores sigue provocando extrañas repercusiones, sobre todo en el plano geopolítico. ¿De qué se trata? Desde hace un año, los industriales tienen dificultades para conseguir los chips que equipan los aparatos de la vida cotidiana, desde la computadora a la tostadora, pasando por el lavarropas y la consola de juegos. En mayo pasado, un consorcio de empresas estadounindenses le pidió al presidente surcoreano la amnistía de Lee Jae-Yong, ex presidente de Samsung, que purga actualmente una condena de 18 meses de cumplimiento efectivo por corrupción (1). Para paliar la vulnerabilidad de Estados Unidos en materia de chips, Samsung debía concretar sin demora sus proyectos de inversión de varios miles de millones de dólares en el territorio norteamericano. Al estar en juego su soberanía electrónica, Washington puso rápidamente en sordina el discurso obligado sobre el Estado de derecho y el respeto de los procedimientos...
Semejante crisis hubiera deleitado a los intelectuales de la Escuela de Frankfurt, aunque más no sea por exponer la debilidad fundamental de las sociedades “inteligentes”: la escasez de chips ha diferido la satisfacción de nuestros deseos de baratijas electrónicas. Sin estos semiconductores, que a veces no cuestan más de un dólar la pieza, es imposible dar vida a los gadgets, chics y onerosos, que son el último grito de la moda. El automóvil eléctrico, el smartphone, la heladera inteligente y el cepillo de dientes conectado desaparecen en el gran agujero negro del capitalismo globalizado, como si un enemigo invisible le hubiera declarado la guerra al Consumer Electronics Show de Las Vegas.
Tecnologías de punta
Si bien esta crisis puede sorprender, no es para nada infrecuente: sobreabundancia y escasez se alternan regularmente en el mercado de los circuitos integrados. Sin embargo, el episodio actual ocurre en un contexto marcado por un cuestionamiento general sobre los beneficios de la globalización y el declive de la actividad industrial occidental. A ello se suma la politización creciente de las tecnologías de punta que, al igual que la inteligencia artificial, se ven elevadas al rango de enclave estratégico en la confrontación entre Estados Unidos y China. Así, una banal crisis técnica que, hace diez años, no habría inquietado a nadie fuera de los sectores involucrados, provoca espantosos dolores de cabeza a los dirigentes del planeta.
La pandemia de Covid-19 sin dudas contribuyó a esta situación. Para sobrevivir confinados, todos tuvimos que recurrir como nunca a los servicios digitales, que implican routers, servidores y otros dispositivos llenos de microprocesadores. Luego los consumidores ahogaron su aburrimiento en un mar de electrodomésticos, provocando una crisis inesperada de la demanda de exprimidoras hasta ollas arroceras. Finalmente, las medidas sanitarias interrumpieron brevemente la actividad de las fábricas de semiconductores, situadas principalmente en Taiwán, Corea del Sur y China. Yangtze Memory Technologies, una de las empresas más avanzadas en esta área, se encuentra de hecho en Wuhan. Elogiadas por su gestión inicial de la pandemia, Seúl y Taipei no lograron sin embargo reunir suficientes vacunas; el alza de casos de Covid-19 en las líneas de producción desaceleró nuevamente las operaciones. Surgió entonces una insólita diplomacia a base de “vacunas contra chips”: Taiwán sacó partido de manera explícita de sus recursos electrónicos para procurarse de dosis frente a aliados ávidos de componentes. Japón, deseoso de atraer a empresas taiwanesas a su territorio, ofreció 1,24 millones de dosis de AstraZeneca a su vecino. Washington, que había previsto una donación de 750.000 dosis de Moderna, triplicó su apuesta. A mediados de junio, Taipei encargó a su productor más importante de microchips, Taiwan Semiconductor Manufacturing Company (TSMC), así como a la joya taiwanesa de la tecnología, Foxconn, la negociación directa de la compra de 10 millones de vacunas con la alemana BioNTech (2).
La escasez actual se siente aun más fuertemente porque los atrasos en la producción y distribución alcanzan en primer lugar al sector automotor, motor de crecimiento y fuente de esperanza de recuperación post-Covid 19. Ahora bien, desde hace décadas, esta industria se inclina ante el altar del just-in-time, conforme al Evangelio de la Santa Globalización. El principio: un mínimo de stocks para un máximo de ahorros. En la medida en que funcionen las cadenas de abastecimiento, las variaciones de la demanda se regulan en tiempo real, lo que dispensa a las empresas de comprar y acumular componentes superfluos.
La pandemia impulsó a los fabricantes de automóviles a revisar sus previsiones a la baja y a reducir o anular sus pedidos de semiconductores. Pero no previeron que la demanda mundial de chips seguiría siendo alta y que las ventas de vehículos volverían a repuntar rápidamente. Conforme a las reglas del distanciamiento físico, los consumidores prefirieron nuevos vehículos antes que volver a amontonarse en transportes públicos. Y un vehículo último modelo contiene entre 1.400 y 3.500 semiconductores, y la electrónica representa más del 40% de su costo (3).
La reacción natural habría sido aumentar la producción de microprocesadores. Pero lo impidió una serie de acontecimientos imprevistos, combinados con la pandemia de Covid-19. Entre la ola de frío en Texas –donde se encuentra la mayor parte de la producción estadounidense–, la sequía en Taiwán –que redujo el acceso al agua–, el incendio en una línea de fabricación en Japón, un carguero varado en el canal de Suez y la súbita pasión china por la acumulación de semiconductores antes de la entrada en vigencia de las sanciones de Estados Unidos, todo coincidió para bloquear la producción y el transporte. Los fabricantes de automóviles se dejaron sorprender. Hasta los más importantes entre ellos recurren muy poco a las relaciones directas con los fabricantes de chips. Todos subcontratan el abastecimiento a fabricantes de equipos como Bosch o Continental. Ahora bien, en un mercado en tensión, los productores de microprocesadores prefirieron reorientar sus capacidades de producción hacia los chips más rentables, como los que equipan a las computadoras y los smartphones.
Los automóviles
¿Por qué los constructores no fabrican ellos mismos sus componentes? Es la cuestión que intenta resolver Elon Musk. Tesla, el fabricante de autos híbridos y electrónicos, no sólo proyecta pagar por anticipado sus stocks de semiconductores –el just-in-time decididamente perdió su popularidad–, sino también comprar una línea de producción. Por su parte, Volkswagen se lanza a la concepción de componentes electrónicos para automóviles autónomos (4). Pero concebir es una cosa; producir es otro cantar.
En una Europa que a menudo aprehende la realidad geopolítica a través de los ojos de sus fabricantes de automóviles, estas dificultades no pasan desapercibidas. “No me parece normal que un bloque del tamaño de la Unión Europea no esté en condiciones de producir sus propios semiconductores”, señalaba en mayo pasado la canciller alemana Angela Merkel. Y agregaba: “En el país del automóvil, es el colmo no poder producir por nosotros mismos el componente principal” (5). Es una observación sensata: en 1990, Europa detentaba el 44% de las capacidades de producción mundiales, contra sólo el 10% en la actualidad. Pero para que este examen de conciencia diferido durante mucho tiempo sea seguido por efectos concretos, haría falta que se pudiera al menos cuestionar el credo en materia de globalización, comercio, seguridad nacional y estrategia industrial que guía desde hace décadas la política de los semiconductores en Bruselas y en Washington.
Fabricar un chip es un proceso espantosamente complicado, cuyas numerosas etapas se pueden escalonar en varios meses: grabado, limpieza, trazado de circuitos... A veces hace falta más de un millar de operaciones para alcanzar la metamorfosis kafkiana de una pila de arena –fuente del silicio, la materia más corriente de los semiconductores– en circuitos integrados de una complejidad demencial. Sin embargo, el principio es simple. Un chip se compone de millones, o más bien miles de millones, de transistores; cuánto más alto sea este número, más alto es el valor del chip. Esos transistores permiten controlar el flujo del circuito eléctrico: abierto o cerrado. Gracias a este lenguaje binario hecho de ceros y unos, la informática moderna transforma la electricidad en información (6).
Hacer más con menos
Como en todo sector competitivo, la fabricación de semiconductores exige que siempre se haga más con menos. En este caso, se trata de aumentar la potencia de cálculo de los chips reduciendo los costos financieros y energéticos asociados. Es la llamada “Ley de Moore”, en homenaje a Gordon Moore, cofundador de Intel: si la tendencia observada hasta aquí se prolonga, el número de transistores por circuito integrado debería duplicarse cada año, un proceso acompañado por una reducción del costo y un aumento de la potencia del componente.
Paradójicamente, el “hacer siempre más con siempre menos” se transformó en “hacer siempre más con siempre más” (7). A medida que los productores chocan contra las leyes de la física, necesitan invertir en estos equipos cada vez más onerosos. Entre 2021 y 2024, TSMC prevé inyectar 100.000 millones de dólares en sus líneas de producción; Samsung calcula gastar 151.000 millones de aquí a 2030. El resto de los gigantes del sector adelantan cifras similares. En dólares pero también en cerebros: para mantenerse en la trayectoria de las leyes de Moore, es preciso contar con un número de investigadores 18 veces superior a lo que se necesitaba a principios de los años 1970.
Los chips se distinguen sobre todo por la fineza de su grabado. Un poco como las “generaciones” para otros (…)
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