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“Excedente de antagonismo” en Perú

¿Por qué odian tanto a Pedro Castillo?

En la primavera de 2021 estallaron manifestaciones en Irlanda del Norte, particularmente en los barrios unionistas, fieles a Londres. Desde el sí al Brexit, en 2016, la nación norirlandesa está en el centro de las negociaciones entre Londres y Bruselas. Con un claro vencedor: el bando favorable a la reunificación, al que la picardía del primer ministro Boris Johnson le devolvió las esperanzas.

Desde bastante antes de su elección como presidente de Perú, Pedro Castillo estuvo haciendo concesiones a la elite tradicional peruana: aseguró insistentemente que en su gobierno no habrían expropiaciones, confiscación de ahorros ni tampoco las nacionalizaciones de las que había hablado inicialmente; que haría transformaciones en un “marco institucional”; se reunió con el candidato neoliberal Hernando de Soto, al que acababa de vencer en la primera vuelta electoral, e hizo campaña mostrando a los personajes moderados que había incorporado a su equipo.

¿Meras argucias electorales? Habrá que ver... De todas formas, no amenguaron la “sobreactuación” de las clases dominantes y sus aparatos ideológico-mediáticos en su contra. Varios periodistas que cubrieron las elecciones peruanas coincidieron en señalar que nunca antes habían visto una contra-campaña tan virulenta como la que se armó para dañar a Castillo, particularmente en Lima, el baluarte de la elite peruana.

A diferencia de lo que ocurría antes, las cúpulas nacionales del poder, la economía y la cultura formaron un bloque macizo, con muy pocas y muy criticadas fisuras (como la creada por De Soto). El Nobel Mario Vargas Llosa fue su portaestandarte. Y desplegaron actividades escandalosas, como la invención de noticias en los principales diarios y la extorsión por parte de los patronos a los trabajadores para que votasen contra Perú Libre, a fin de impedir que el “comunismo” llegara al poder. Cuestionaron la limpieza de las elecciones sin pruebas de incorrecciones importantes y trataron de recrear la impugnación de las elites bolivianas a las elecciones que ganó controvertidamente Evo Morales en 2020, al acudir a la OEA en busca de una auditoría del proceso, que ni esta institución ni otras de índole internacional consideraban irregular. Jóvenes y mujeres elitistas -cuyo fenotipo, forma de vestir y proveniencia social resultaban muy distintos de los que se observan normalmente en las protestas latinoamericanas y contrastaban diametralmente con los de las manifestaciones pro-Castillo- ocuparon las calles para presionar al Jurado Nacional Electoral, el organismo que debía confirmar el resultado de las elecciones.

La modernización racista
¿Era para tanto? ¿Es Castillo un bolchevique, como lo presentan sus enemigos, o solamente un “agente libre” y un producto de la crisis del sistema de partidos, como señala la periodista María Sosa (1)? Por supuesto, una parte de esta ola opositora tuvo fuentes que pueden considerarse legítimas en un marco democrático, como la discrepancia de los liberales respecto al estatismo de Castillo, que ha anticipado que recreará el “modelo boliviano” en Perú -y no se ha desdicho de ello-. O la desconfianza sobre cuáles serán las verdaderas intenciones económicas del cajamarquino, más allá de los juegos y cálculos electorales. Sin embargo, al mismo tiempo, también hubo, por así llamarlo, un “excedente” de antagonismo. La amenaza de Castillo generó una histeria colectiva, fácilmente manipulable, que no correspondía ni con la suspicacia razonable, ni con los hechos y datos de la realidad. ¿A qué se debe este excedente, este cargar las tintas, esta rabia rencorosa contra un individuo que llega a la antigua “ciudad de los reyes” más o menos solo, sin inquina y titubeante? ¿Qué tiene que ver en ello que provenga de la sierra, es decir, según las tradicionales representaciones elitistas, desde el pasado y el atraso, para irrumpir en el “presente promisorio del Perú”?

En 1965, el gran escritor indigenista José María Arguedas escribió palabras que parecen dichas a propósito para este momento de la historia de su país. “Las clases sociales y los partidos políticos que les sirven de instrumentos, que se beneficiaron durante siglos con el antiguo orden, viven ahora en un estado de alarma, agresividad y de complot contra la insurgencia de [los] valores de la cultura y el pueblo dominados y, sobre todo, de su alarmante difusión. Califican de ‘comunista’ a todo aquel que las defiende...” (2).

Esta cultura y este pueblo son, claro está, los indígenas. Castillo es uno de “los dirigentes espontáneos de estas masas insurgentes con todo su bagaje étnico diferente” (3). Y, por lo tanto, admite Arguedas, “vacila en lo racional, pero no en lo intuitivo”. La intuición de los indígenas y cholos lo ha reconocido como uno de los suyos y, en un momento de gran decepción con los dirigentes habituales del país, esto le ha dado la victoria, permitiéndole superar el cordón sanitario que intentaron tender en torno suyo los grupos sociales a los que Arguedas ponía el título de “señores”.

Ni en esta crisis ni en otras previas en los Andes la cultura y la diferencia indígenas han emergido puras, sino (...)

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Fernando Molina

Periodista y escritor boliviano. Autor de Racismo y poder en Bolivia, OXFAM/FES, La Paz, 2021. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

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