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Navegación en la triple frontera

En el medio de la nada, por el río Paraguay

Hace más de 50 años que recorre el río Paraguay. Una celebridad nacional hecha de óxido y madera que todas las semanas transporta decenas de pasajeros y varias toneladas de mercadería. El Aquidaban –el “mercado flotante”, como lo llaman aquí– se prepara para un nuevo viaje.

En la pequeña ciudad de Puerto Vallemí, muy cerca de la frontera con Brasil y más de 500 kilómetros al norte de la capital, Asunción, vienen decenas de personas, en camión y en moto, para dejar bolsos, cajas y cartones que llenan poco a poco la bodega de la nave. Uno tras otro pasan hombres con la espalda y los brazos cargados. Suben a bordo sorteando las complicaciones de sus sandalias de plástico que resbalan sobre la plancha metálica apoyada entre la costa rocosa y la nave. En la cubierta se apilan objetos de todo tipo bajo lonas de plástico: muebles, colchones, electrodomésticos, paquetes con formas intrigantes y artículos que los comerciantes ofrecerán para la venta a los clientes que se suban en sucesivas escalas. El espacio disponible para la circulación se evapora casi tan rápido como la esperanza de encontrar un rincón fresco. A media mañana, el termómetro ya marca más de 30 grados. “¿Cuándo salimos?”. “Cuando esté todo cargado”, responde sobriamente José, uno de los miembros de la tripulación, un cincuentón con panza, brazos robustos y una gorra con visera calada hasta el fondo, y cuyo apellido jamás escucharemos pronunciar. Lanza una rápida mirada a la carga y anticipa: “Más o menos a la una”. En el transcurso del viaje los pasajeros aprenderán a dudar de los pronósticos de este hombre que, para algunos, nunca supo leer la hora. Durante mucho tiempo el Aquidaban fue el único medio de comunicación con el exterior para las comunidades instaladas en las costas de este río de 2695 kilómetros, en las tierras profundas del Chaco, la parte occidental de Paraguay. Pasando Concepción, capital de la región homónima, se lanza hasta Bahía Negra, bien al norte, ahí donde el simple cruce de un curso de agua nos transporta de Paraguay a Brasil, de Brasil a Bolivia o de Bolivia a Paraguay. Una triple frontera donde estamos en todos lados a la vez sin estar en ninguno.

Abastecer aldeas
Desde octubre de 2020, una sequía histórica en esta región hizo perder al río su majestuosidad. Por el momento es imposible navegar. La carraca tuvo que achicar su recorrido, que empieza ahora a poco más de 200 kilómetros al norte de Concepción. La ida y vuelta entre Vallemí y Bahía Negra tomará aproximadamente cuatro días y tres noches para una distancia de cerca de 400 kilómetros; así de sinuoso es el trazado. Río abajo, el Aquidaban abastece a los pueblos y aldeas aisladas. Una tempestad, una sequía o un problema mecánico de la nave y habrá poblaciones enteras libradas a su suerte, privadas de todo vínculo con el resto del país.

Las cuatro de la tarde. Ya desamarrado, el barco se desliza finalmente por el medio del río, antes de comenzar su lucha contra la corriente, con el motor repiqueteando. En el interior ya se instalaron los ocho comerciantes. La planta baja está reservada para ellos. Los artículos llenan todo el espacio hasta el techo. Limones, bananas, manzanas y piñas desbordan de sus cajas. Se apilan las galletitas, los jengibres y las bebidas gaseosas, apoyadas sobre montañas de latas de conserva, mientras que del techo, entre las hamacas, penden los chorizos y los paquetes de pan. A lo largo de las paredes, en ambos costados, están las banquetas donde se sientan los comerciantes. Como no hay lugar suficiente en las telas suspendidas que se supone que sirven de camas, esas banquetas oficiarán como tales durante la travesía.

Cada comerciante dispone de un espacio donde expone sus artículos. Las fronteras invisibles que estructuran este caos se sustraen al ojo poco experto, que a duras penas puede determinar dónde se termina el montón de uno y dónde comienza el revoltijo del otro. Fermín Rivas es ayudado por dos de sus hijos. Con sus brazos largos y flacos, Matías, de 17 años, trata de impedir que la torre de productos de su padre nos aplaste. En vano. Con la ayuda de su hermana, desafía nuevamente a la ley de la gravitación universal que, en otra parte, habría desmoronado ya la estructura. No es su primer combate con Newton: en cada período de vacaciones escolares, los dos hijos le dan una mano a su padre que, desde hace ya 15 años, surca el río Paraguay con el Aquidaban.

Al primer piso se accede por dos escaleras estrechas. La de metal está en la popa y la otra, de madera y particularmente rígida, está en el medio del barco. Ahí arriba se instalaron la mayoría de los pasajeros. Ocupan largos bancos de madera y unas pocas hamacas en el pasillo. El trayecto Vallemí-Concepción cuesta 120.000 guaraníes (cerca de 14 euros). Por 100.000 guaraníes más (12 euros), es posible alquilar camarotes para dos o cuatro personas. No hay que esperar un lujo desmesurado: raramente se superan los cuatro metros cuadrados y las camas marineras impiden que cualquier persona que tenga la mala suerte de superar un metro sesenta de altura pueda estirarse completamente. ¿Se puede hablar, además, de “camas”? Se trata en general de planchas cubiertas con un colchón gastado y famélico. En estas condiciones, el pasajero que descubre el espacio en el que va a intentar entregarse a los brazos de Morfeo casi que se alegrará de no encontrar ni almohadón, ni sábana ni cobertor.

Comidas a bordo
La popa alberga la cocina, que sirve también como comedor. Es el lugar más frecuentado del barco, el dominio de Humberto Panza, el cocinero, al que todo el mundo llama “Pitín”. Taciturno, de una altura intimidante, el hombre reina detrás del mostrador y fulmina con su mirada a cualquier cliente que tarde mucho en hacer su pedido. Hace 26 años que trabaja en el Aquidaban, cuyo dueño es la empresa Astillero Desvars, fundada en 1930 por una familia de origen francés. También hay un descendiente de los Desvars, José, que lleva el gorro de capitán desde hace algunos meses.

El pasaje no incluye la comida. Por 15000 guaraníes, los pasajeros pueden degustar los platos únicos del día que se suceden de manera inalterable como el movimiento de los astros: arroz y carne picada, pastas y carne picada, o lentejas y carne picada. El cuadro general no abre el apetito, y sin embargo la comida es sabrosa, preparada y servida con atención. La mayoría de los pasajeros se instala por turnos para comer mientras Pitín se dedica a lavar los platos y cubiertos disponibles a medida que se van utilizando. A nadie se le escapa que la cocina es el único lugar de la nave que dispone de ventiladores, que el cocinero ha financiado con su propio dinero. Por turnos, los clientes vienen a refrescarse un instante antes de abandonarse nuevamente al calor húmedo.

En el piso inferior, debajo de las escaleras, está la sala de máquinas. Abierta hacia el pasillo, la puerta entreabierta deja ver el corazón mecánico que gruñe sin interrupción. Día y noche, un hombre obeso con las manos negruzcas vela por la máquina como un enfermero por un paciente. Más lejos, en el extremo de la popa, están los baños y lo que a bordo se llaman “las duchas”: seis cabinas de acero, cubiertas de óxido, con el suelo agujereado a través del cual se ve el río. Dos pequeños lavabos adosados a las cabinas, situados en el exterior, se conectan de manera artesanal a un circuito alimentado por el agua tibia y turbia del río. Esto no impide que los más temerarios se bañen ahí. Otros se resignarán a comprar botellas de agua mineral para lavarse los dientes.

Hacia el final del día
Cerca de 60 pasajeros se subieron cuando el barco salió de Puerto Vallemí. Se agregan 11 empleados, entre los cuales están los dos pilotos a cargo de la navegación. Treinta y nueve metros de largo y seis de ancho: cuesta imaginar más gente a bordo del Aquidaban. Y sin embargo, “la pandemia da miedo. Antes transportábamos fácilmente más de 200 personas”, nos asegura José. En la nave, los gestos de cuidado son inexistentes. Con la excepción de un anciano que lo enarbola como símbolo, nadie lleva mascarilla. Pegados unos con otros, apenas separados por valijas y mochilas, cualquier precaución sólo puede ser engañosa. “Normalmente hago el viaje en autobús pasando por Brasil, pero con la pandemia la frontera está cerrada”, nos explica Evelyn, una estudiante de medicina de 20 años echada en una hamaca, con su bolso bajo los muslos. Se fue a estudiar a Concepción y aprovecha este período de feriados para visitar a la familia en Puerto Carmelo Peralta. Conectadas por una red de rutas cuyo mantenimiento no figura entre las prioridades del Estado paraguayo, las ciudades del Chaco son extremadamente dependientes del transporte fluvial. Muchos lo adoptan para evitar el (...)

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Loïc Ramírez

Periodista.

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