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Una herramienta que aceleró la financiarización

Esa deuda que enloquece a los acreedores

Los discursos sobre la deuda a menudo sacan su vocabulario de los manuales de moral. Por un lado, la falta, asociada al préstamo; por el otro, la virtud, que constituye el ahorro. Así, el acreedor correría al rescate de su prójimo; el deudor expiaría sus culpas a través de los reembolsos. La fábula es simpática, pero está patas para arriba. Es hora de poner las cosas al derecho.

En los últimos años, grandes países como Francia y Alemania han conseguido endeudarse a tasas de interés negativas (1). En otras palabras, ganan dinero pidiéndolo prestado y, lo que resulta aun más sorprendente, hay inversores que están dispuestos a perder dinero para prestárselo. ¿Cómo se explica una situación tan descabellada? Indudablemente por el hecho de que las obligaciones estatales constituyen un recurso esencial para los mercados financieros. Incluso antes de la aparición de las tasas de interés negativas, la deuda pública desempeñaba un papel esencial en su desarrollo. Por lo tanto, habría que invertir la perspectiva: la deuda pública no sería tanto un favor concedido graciosamente a los gobiernos sin recursos por parte de los generosos acreedores como el “alimento terrenal que necesitan los mercados”, según las palabras del director del periódico financiero La Tribune (2).

“Flujo de redistribución invertido”
En los años 1970 y 1980, la deuda pública permitió inicialmente absorber el exceso de ahorro, que amenazaba la economía mundial. Los países exportadores de petróleo estaban acumulando montañas de dólares de los que no podían deshacerse. Sus economías de modesta dimensión se revelaban incapaces de absorberlos bajo la forma de inversiones o importaciones y sus sistemas bancarios no estaban los suficientemente desarrollados como para inflar el dinero por medio de préstamos con intereses. La inflación en Estados Unidos –que alcanzó tasas de dos cifras en 1973 y 1979– erosionaba el valor de estas reservas, que sus titulares pretendían en cambio aumentar. Por otra parte, muchos países importadores de petróleo registraban importantes déficits comerciales como consecuencia de las sucesivas alzas del precio del “oro negro”.

Esto supuso una gran ocasión para el sector financiero offshore –entonces en plena expansión—, que operaba en el mercado de los eurodólares. Compuesto por grandes bancos estadounidenses y europeos con sede en Londres, este mercado hacía posibles los depósitos y préstamos internacionales en dólares eludiendo las regulaciones nacionales. Estados Unidos, por ejemplo, imponía en ese momento un techo a las tasas de interés, heredado del New Deal (regulatión Q), que obligaba a los bancos que operaban en el país a aplicar tipos de interés reales bajos o, incluso, negativos (habida cuenta de la inflación). El mercado de eurodólares permitía asimismo evitar la tributación en Estados Unidos de los préstamos de bonos extranjeros y eludir la tributación de los ingresos por intereses, lo cual podía disuadir a los acreedores estadounidenses de invertir sus dólares localmente. Con el aval del Banco de Inglaterra y la complacencia de la Reserva Federal, los bancos estadounidenses aprovecharon el mercado de eurodólares para recoger oportunidades de inversión en todo el mundo, con el fin de pagar mayores rendimientos a sus clientes. Entre ellos se encontraban las petromonarquías, pero también los ricos ahorristas estadounidenses que deseaban escapar a los tipos de interés bajos o negativos provocados por la inflación en su país.

Para reciclar el excedente de la economía mundial, la deuda pública era un objetivo primordial, particularmente la de los países en vías de desarrollo (3), donde las necesidades de financiación parecían ilimitadas, alimentadas por el deseo de industrialización y de reajuste económico o por la codicia de los regímenes autoritarios. Los banqueros no tuvieron dificultades para convencer a estos gobiernos de ceder ante las sirenas del “dinero fácil”. Entre 1970 y 1980, los préstamos de los principales bancos internacionales a los países en vías de desarrollo se multiplicaron por 33,6, pasando de 3.800 millones de dólares a 128.000 millones (4) –preparando el terreno para las grandes crisis de sobreendeudamiento de los años 80–. En 2005, sin embargo, quien luego sería presidente de la Reserva Federal (entre 2006 y 2014), Ben Bernanke, ofrecía una explicación muy diferente para el sobreendeudamiento público –el de Estados Unidos, en este caso–. Según él, no se debía tanto a la laxitud fiscal de los poderes públicos como a un exceso de ahorro –“a savings glut” (5)– en busca de inversión.

Como esponja ideal de divisas para evitar que desbordara el vaso del ahorro, la deuda pública jugó un rol determinante en la expansión de los mercados financieros a partir de los años 80. En aquel entonces, los métodos de financiación del Estado (mediante el Tesoro en Francia, por ejemplo) (6) dieron paso en casi todas partes a la emisión de títulos de (...)

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Frédéric Lemaire

Miembro de la Asociación por una Tasa a las Transacciones Financieras y Ayuda a los Ciudadanos (ATTAC) y del Centro de Economía de la Universidad de París-Norte (CEPN).

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