Pronto se cumplirán dos años del inicio de la pandemia de Covid-19 y cuesta elaborar un balance sanitario de las políticas implementadas por las autoridades de los diferentes países. Al contrario, en el plano social, el resultado aparece con una claridad desconcertante: los enfermeros, cuidadores a domicilio, transportistas, cajeros, boleteros, personal de limpieza, etc., héroes de los tiempos virales celebrados por el poder y aplaudidos desde las ventanas en la primera mitad de 2020, volvieron a las tinieblas donde los mantiene habitualmente el orden económico. A pesar de las promesas de “un mundo del día después” que subordinaría las distinciones sociales a la utilidad común, ni las condiciones de trabajo ni el estatuto de estos servicios esenciales progresaron.
En cambio, para la industria digital, el Covid-19 allanó el camino hacia un jardín de las delicias: “Las cinco principales empresas tecnológicas –Apple, Amazon, Alphabet, Microsoft y Facebook– alcanzaron un beneficio neto descontados los impuestos de 75.000 millones de dólares en el segundo trimestre, o sea, casi un 90% más que el año previo”, afirmaba conmovido un editorial del diario Financial Times (31 de julio de 2021). Estos resultados traducen en términos contables el vasto espacio conquistado por las plataformas en nuestras vidas cotidianas. Y con razón: las políticas de lucha contra la pandemia descansan en ellas.
A través de la pantalla
Del confinamiento al teletrabajo, pasando por la educación a distancia y el “pase sanitario”, las decisiones de los poderes públicos se fundan en dos presupuestos nunca discutidos. Primero, las interacciones humanas ordinarias prohibidas por el estado de urgencia sanitario pueden migrar y realizarse on line. Trabajar (quienes pueden), estudiar, divertirse, consumir, comunicar, encontrarse, cultivarse, cuidarse, pero también hacerse controlar por la pantalla: la digitalización de las relaciones sociales sería necesaria porque es técnicamente realizable.
En segundo lugar, las plataformas digitales privadas que actualmente organizan una parte de la vida común pueden conformarse con obedecer únicamente a las leyes del mercado y a las condiciones de uso dictadas por sus directorios. No se les impone ninguna restricción ni obligación, ninguno de esos pliegos de condiciones que acompañan habitualmente la delegación de los servicios públicos. Esto, a pesar de que muchos dirigentes de Silicon Valley se creen habilitados a vender lo que el Estado dejó de ofrecer. En 2017, el fundador de Facebook expuso su gran objetivo: “construir la infraestructura social que a largo plazo reunirá a la humanidad” reconstituyendo a golpes de “likes” el “tejido social” deshilachado. “La comunidad Facebook ocupa una posición única para prevenir los males, ayudar en caso de crisis o reunir para reconstruir”, estimaba su fundador, Mark Zuckerberg, apoyado en los 2.800 millones de usuarios activos de su red social (1).
Las decisiones gubernamentales que se derivan de estos dos postulados no encontraron oposición alguna de parte de los partidos y sindicatos progresistas. Cuando el propio presidente de Francia admitía que “hoy nuestro país depende enteramente de las mujeres y los hombres que nuestras economías no reconocen y remuneran tan mal” (2), había llegado la hora de exigir una recategorización sin demora de las actividades indispensables para la vida colectiva bajo el estatuto protegido de un gran servicio público. La ocasión fue desperdiciada. Un año más tarde, los halagos ostentosos del Poder Ejecutivo respecto del personal médico, de limpieza y de enseñanza sólo sirvieron para fortalecer la influencia de la industria digital cuyo oficio consiste en vender la negación misma de estas relaciones humanas: interacciones reguladas por algoritmos y evaluadas por medidores (…)
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