Desde octubre en adelante, se ha desplegado la potencia transformadora del poder constituyente como una experiencia vital de los pueblos en movimiento que, interpelando, cuestionando y apropiándose del relato constitucional chileno, habilitaron un proceso histórico que nos convoca a revisar nuestra convivencia política desde sus propios cimientos. Esa fuerza, popular y democrática, no puede simplemente replegarse y desaparecer frente a lo constituido. Las manifestaciones –libres y conscientes, pero también tensas y complejas– de quienes se rebelaron masivamente contra la precarización de la vida, contra el despojo de los bienes comunes y contra cierta forma de llevar adelante los destinos del país, ejercieron una potencia constituyente y transformadora que no nos puede dejar indiferentes. Para eso, tenemos que detenernos a reflexionar en torno al concepto moderno de poder constituyente, lo que –en el fondo– significa pensar la justificación y legitimidad del derecho moderno.
En el mundo secularizado, la legitimidad de una norma jurídica emerge de procesos que, en última instancia, permiten asignar dicha manifestación de voluntad a una comunidad política que la reconoce como propia. De esta manera, el Derecho moderno debe ser resultado de un proceso deliberativo, racional, afectivo y participativo al que concurren los sujetos que la conforman. Sin embargo, esta comprensión secularizada del origen del poder político, cuya legitimidad ya no es divina sino popular, ha significado un cambio en su fuente de legitimidad, pero no sus formas de manifestación. En ese sentido, se ha entendido que la expresión de la soberanía popular adopta ciertos atributos propios del paradigma anterior: una voluntad unívoca, ilimitada y, especialmente, uniforme. Dicha pretensión podría sostenerse cuando la fuente de legitimidad del poder era una divinidad, pero dada la diversidad y complejidad social, hoy esa misma pretensión sólo es posible negando, despreciando y acallando el conflicto y la diferencia constitutiva de las sociedades democráticas.
Borrar las huellas
En el seno de las sociedades contemporáneas habita el conflicto político como espacio de diálogo, donde se confrontan ideas y visiones de mundo que disputan los destinos de la comunidad. Para el Derecho, negar la adversarialidad como elemento constitutivo e inerradicable de la construcción democrática es síntoma de una miopía que horada su propia legitimidad. En efecto, los diseños institucionales no son categorías abstractas, des-historizadas, objetivas y con pretensiones de universalidad, sino que responden a determinado contexto cultural atravesado por una serie de conflictos políticos, económicos y sociales que dan forma, permanentemente, a las relaciones de poder que se despliegan detrás de los procesos de generación de normas jurídicas. Negar aquello contribuye a petrificar las relaciones de poder que sostienen cierto orden constitucional, oprimiendo las diferencias como interlocutoras válidas en (…)
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