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Una mirada a los resultados en Europa

Los fracasos de la izquierda en Europa

En momentos en que Francia se apresta a vivir en tres meses una elección presidencial, el sentimiento de que la izquierda perderá una vez más es ampliamente predominante. Y es más potente aun cuando, en la improbable hipótesis en que se encuentren unidas para la escrutinio, las diversas tendencias que componen esta “familia” ya no comparten gran cosa. ¿Cómo gobernarían juntas, cuando se oponen sobre cuestiones tan esenciales como la fiscalidad, la edad de jubilación, la Unión Europea, el mantenimiento o el cese de la energía nuclear, la política de defensa, las relaciones con Washington, Moscú y Pekín... Sólo el miedo común a la extrema derecha las sigue uniendo. Pero desde hace cuatro décadas, el ascenso de esta última se mantuvo, mientras que “la izquierda” ejerció el poder durante veinte años (1981-1986, 1988-1993, 1997-2002, 2012-2017). Es decir que las estrategias desplegadas para bloquear este peligro fracasaron de manera espectacular.

Más allá de Francia, el panorama tampoco es brillante. “No sirve de nada poner el dedo en la llaga. ¡Estamos hundidos! La izquierda está destruida en una gran cantidad de países”, admite Jean-Luc Mélenchon (1), que parece ganar la carrera en la izquierda, pero detrás de cuatro candidatos de derecha y de extrema derecha. En 2002, los socialdemócratas dirigían trece de los quince gobiernos de la Unión Europea; veinte años después, sólo quedan siete de veintisiete (Alemania, Finlandia, Suecia, Dinamarca, España, Portugal y Malta). Un derrumbe relacionado con una paradoja cruel, que revela Jean-Pierre Chevènement: “La globalización neoliberal, a través de la libertad de circulación de bienes, servicios, capitales y seres humanos, está siendo cuestionada, no por la izquierda, ampliamente aliada al social-liberalismo, sino por la derecha llamada “populista” (2).

Movimientos populares
En efecto, semejante “cuestionamiento” debería haber favorecido a la “izquierda de la izquierda”. Ahora bien, el paisaje no es mucho más alegre de ese lado. En Grecia, los acreedores le ordenaron a Syriza endurecer las políticas económicas y financieras que se había compretido a combatir, lo aceptó resignada y, luego, perdió el poder; Podemos en España y Die Linke en Alemania están debilitados; los comunistas franceses ya no tienen representantes en el Parlamento Europeo. Y no es todo. Tras haber dirigido al Partido Laborista británico buscando deshacerse de la herencia de Blair, Jeremy Corbyn ya no representa al partido, mientras que en Estados Unidos, Bernie Sanders, que también esperaba cambiar la cara de una formación que organizó la globalización neoliberal, vio su campaña presidencial derrumbarse en menos de una semana. Sólo en Amrica Latina la izquierda encuentra algunos motivos de consuelo.

Para ser realizados, los objetivos de transformación social deben estar adosados a un poderosos movimiento de las clases populares. Nadie ignora que la conciencia de los fracasos de una política, o incluso la ilegitimidad de un sistema, no da luz automáticamente a la voluntad de derrotarlo. Cuando faltan los instrumentos para lograrlo, la revuelta o la ira dan paso a menudo al ingenio, al sálvese quien pueda o a la convicción de que los derechos sociales del vecino constituyen privilegios. Este terreno fértil favorece entonces a los conservadores y a la extrema derecha. En Francia y en otras partes, el fracaso de la mayoría de las grandes movilizaciones sociales desde hace veinte años, en parte imputable a estrategias sindicales ineficaces (movilizaciones dispersas en la SNCF [Empresa Nacional Ferroviaria] y la RATP [Transportes de París), le debe mucho también a políticas gubernamentales que impidieron la organización de huelgas paralizantes al imponer, por ejemplo, un servicio mínimo en los transportes. Porque la burguesía sabe sacar lecciones de sus derrotas y destruir las herramientas que las provocaron. No duda en cambiar las reglas del juego ni en infringirlas. Cada vez que debe, puede; y lo hace. Tal como lo observaba el filósfo Lucien Sève, “el capitalismo no se va a derrumbar por sí solo, aun posee la fuerza para conducirnos a todos a la muerte, como esos pilotos de avión que se suicidan con sus pasajeros. Resulta urgente ingresar en la cabina para apoderarnos juntos de los controles de mando” (3).

Enemigo en casa
A menudo la izquierda ingresó a la cabina. Y ese es en cierta forma su handicap actualmente, a tal punto el recuerdo de sus pasos por el poder destruye la voluntad de volver a confiarle las palancas de mando. Nombres como los de Blair, Clinton, Mitterrand, Craxi, González, Schröder, Hollande provocan a menudo un rechazo violento. Al punto de que es necesario remontarse lejos en el tiempo y hurgar en un montón de fotos en blanco y negro para que el nombre de “izquierda” despierte aún cierta nostalgia: el New Deal, el Frente Popular, el “espíritu de 1945” (al que los británicos le debe su servicio de salud pública), el “comunismo ya existente” de la seguridad social, según la fórmula del sociólogo Bernard Friot. La historia de las decepciones que le siguieron, particularmente en los últimos años, es conocida; es inútil detallarla aquí. Dos dimensiones ameritan sin embargo ser recordadas. Por una parte, lejos de haber simplemente fracasado en aplicar su programa, la izquierda puso en marcha el de sus adversarios. Por otra parte, cada vez que no se apresuró en capitular –desde el primer día de su mandato en el caso del presidente François Hollande– no fue ni un golpe de Estado ni un ejército extranjero el que provocó su regreso a las filas, sino un estrangulamiento financiero. “La primavera de Atenas –resumía en 2015 Yannis Varoufakis, ministro de Finanzas griego– fue aplastada al igual que la Primavera de Praga. No por tanques, sino por bancos.”

Y el enemigo a menudo se encontraba en casa... Hasta hace poco, nadie consideraba posible que un ex primer ministro laborista se reconvirtiera al privado y haga fortuna alquilando sus servicios al Banco Barclay y a JP Morgan, o que un ex ministro de Finanzas socialista se convierta en director general de Fondo Monetario Internacional (FMI). Peor aún, fueron tres socialistas franceses o del círculo de François Mitterrand los arquitectos de la desregulación de los capitales, motor de la globalización financiera: Jacques Delors, como presidente de la Comisión Europea, Henri Chavranski en la Organización para la Cooperación y el Desarollo Económicos (OCDE) y Michel Camdessus como director general del FMI.

El Acta Única Europea, las asociaciones público-privadas, las privatizaciones, incluidas las de los medios de comunicación, fueron a menudo obra de la izquierda. Al declarar su candidatura para la elección presidencial de 2002, el primer ministro socialista Lionel Jospin recordó incluso que el “interés de los asalariados” de France Télécom y de Air France había justificado las aperturas de capital decididas por su gobierno. ¿Cómo movilizar políticamente un electorado de izquierda con semejante balance?

Nuevas formas de lucha
Pero las cosas tampoco son más fáciles cuando la izquierda en el poder se niega a cumplir el papel de administrador de las políticas de derecha. Hace poco menos de un siglo, el dirigente socialista Léon Blum manifestaba sus temores en vísperas de una elección legislativa que el Cartel de la Izquierda ganaría: “No estamos muy seguros de que los representantes y dirigentes de la sociedad actual, cuando consideren que sus principios esenciales están siendo gravemente amenazados, no salgan ellos mismos de la legalidad” (4). Blum temía en ese entonces un golpe de fuerza. Actualmente, no es necesario, ni siquiera salir de la legalidad, para que los “principios esenciales” de una sociedad capitalista se sigan aplicando, cualquiera sea la decisión de los pueblos involucrados. A sólo cuatro días de la victoria legislativa de la izquierda griega, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, advertía a los vencedores del escrutinio: “No puede haber decisiones democráticas contra los tratados europeos”. Este cerrojo de las estructuras, este sentimiento de que casi todo se ha vuelto imposible, están ya tan anclados en los textos y en las cabezas de los (...)

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Benoît Bréville y Serge Halimi

Respectivamente, jefe de redacción y director de Le Monde diplomatique.

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