La educación no es simplemente una labor de instrucción o entrega de contenidos académicos. Es una actividad formativa, amplia y compleja que incluye las dimensiones sociales, valóricas, emocionales y que trasciende a los beneficios individuales de quienes participan en ella. Es el vehículo inicial en el aprendizaje de la convivencia social y la adopción de valores colectivos y de ella dependen, en buena medida, la reproducción de la vida, la producción y circulación de la cultura y el progreso en áreas del conocimiento que nos permiten resolver múltiples problemas sociales y ecosistémicos.
Contrario a lo que se cree, las Constituciones chilenas de 1833 y de 1925 establecieron un tipo de libertad de enseñanza en el contexto de la responsabilidad preferente “del gobierno” o “del Estado”, privilegiando el interés público. La fórmula contemplada en la Constitución chilena vigente es totalmente contraria a la historia constitucional de nuestro país, ya que consagra la educación como un bien de consumo individual, como un producto de un mercado en el que oferentes y demandantes concurren “libremente” a buscar su beneficio personal; vale decir, aquello que atañe al interés general se traspasó al ámbito de la vida privada.
Si la educación es - como hemos señalado - una actividad fundamental, el proceso constituyente debe restituirla como una responsabilidad pública y otorgarle el estatus de un derecho humano universal garantizado por el Estado, lo que implica necesariamente asegurar condiciones materiales para su desarrollo. Una infraestructura inclusiva y en diálogo con su entorno y, por supuesto, con agua suficiente debe ser un mínimo. No podemos obviar el contexto de escasez hídrica: más de 27.100 estudiantes rurales no cuentan con agua potable en sus escuelas.
Sin duda, personas naturales o entidades privadas puedan estar interesadas en colaborar en esta tarea. Sin embargo, no les corresponde ser los titulares de la garantía de tan determinante derecho. (…)
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