Sobre la autopista de El-Orouba, que une el centro de la ciudad de El Cairo con el aeropuerto, se suceden los carteles publicitarios gigantes, que promocionan uno tras otro la marca Coca-Cola, las agencias inmobiliarias, pero también la Esfinge, las momias milenarias, el orgulloso rostro de Tutankamón, y el del mariscal-presidente Abdel Fatah Al Sisi, cuyo retrato se exhibe, en sobreimpresión, delante de las pirámides. Así, el presidente es el mejor promotor del patrimonio antiguo, que es el orgullo del país. El 3 de abril de 2021, durante el muy espectacular “desfile dorado de los faraones” (1), Al Sisi inauguraba la ceremonia que marcaba el traslado de veintidós momias hacia el nuevo Museo Nacional de la Civilización Egipcia, un evento transmitido por más de cuatrocientos canales de televisión internacionales, como una invitación al regreso de los turistas extranjeros. En ese entonces, los carteles publicitarios habían permitido disimular ante las cámaras la miseria cotidiana, al recubrir las fachadas decrépitas de las viviendas informales que se amontonaban a lo largo de la ruta tomada por la procesión. El espectáculo, grandioso, estaba destinado a las pantallas televisivas y no a la población local, a quien se le había prohibido bajar a la calle, para no provocar desorden.
Obras de envergadura
El desafío es mayúsculo: el turismo, que representa más de un décimo del Producto Interno Bruto (PIB) egipcio, y sobre todo el primer ingreso en divisas del país, había caído fuertemente tras la revolución de 2011 y los atentados perpetrados en sitios turísticos. Si no hubiera sucedido la pandemia de Covid-19, que nuevamente arruinó la economía, Egipto se habría recuperado: había logrado recomponer en 2018-2019 un turismo floreciente, con unos 12.600 millones de dólares de ingresos, es decir tanto como en el período pre-revolución.
Para sostener esta recuperación, el gobierno multiplicó las obras de envergadura: renovación del centro de El Cairo, puesta en valor del sitio de Luxor, construcción de nuevas ciudades y de museos monumentales, ceremonias espectaculares... Poniendo, de forma casi sistemática, a los símbolos del Egipto antiguo en primera fila: en su modernidad, el país seguiría siendo el fiel heredero de una cultura milenaria. El objetivo es atraer, junto con los turistas, a nuevos inversores, pero también pulir una imagen que sufrió considerablemente la agitación política de la última década y, particularmente, la presidencia de Al Sisi, bajo la cual las represiones, los arrestos arbitrarios y las violaciones de los derechos humanos se multiplican (2).
Si existe una ciencia que se adapta al autoritarismo del Estado egipcio, es efectivamente la egiptología. Al acarrear en el imaginario colectivo su lote de fantasías, constituye una herramienta diplomática de primera línea para rehabilitar al régimen en la escena internacional. Los obeliscos y los sarcófagos son para Egipto lo que el rock’n’roll es para Estados Unidos y los pandas para China: objetos culturales que, bastante literalmente, venden sueños. Esta explotación en una perspectiva política no es nueva. Comienza durante el reinado de Mehmet Ali, quien gobernó el país modernizándolo entre 1805 y 1849. Este último les ofrecía a sus socios extranjeros piezas antiguas a cambio de servicios –así, por ejemplo, el obelisco de la Plaza de la Concorde, en París, llevado desde el Templo de Luxor, en 1836–. Pero en aquella época, los sitios de excavación eran en su mayor parte dirigidos por las potencias coloniales europeas, y la asociación del patrimonio antiguo a una identidad nacional no era evidente: se formuló progresivamente a fines del siglo XIX, cuando emergían las reivindicaciones de la lucha independentista.
“Desde Nasser, la antigüedad egipcia es un medio de diplomacia oculta para retomar el contacto con las potencias occidentales, aun dentro de una ideología pan-árabe y anti-occidental a priori”, explica Sandrine Gamblin, doctora en Ciencia Política y especialista del patrimonio y del turismo internacional en Egipto. Esto concierne entonces tanto a los programas científicos, como a la cooperación franco-egipcia para la preservación de los monumentos de Nubia, que vino a apaciguar las tensiones tras la crisis del Canal de Suez en 1956, como a la estrategia turística del gobierno. Incluso cuando el nasserismo se caracterizó por nacionalizaciones masivas, el turismo se mantuvo en el sector privado, y prosperó sobre la base de asociaciones entre Egipto y las potencias extranjeras.
Desastre urbano
Sin embargo, esta promoción nacionalista y liberal del patrimonio egipcio tiene un costo, a menudo pagado por las poblaciones locales. En este caso, se trata de políticas de reurbanización que llevan a la destrucción de muchos barrios y a la expulsión manu militari de sus habitantes. “En Egipto, detrás de cada esfinge y de cada obelisco se esconden operaciones de reordenamiento o de urbanismo autoritarias”, señala el geógrafo Roman Stadnicki.
En Luxor, la reciente inauguración de la Avenida de las Esfinges, que une el templo de la ciudad con el de Karnak, esconde un desastre urbano y humano. Allí es donde se llevó a cabo con gran pompa, tras posponerlo una vez, “el desfile de las esfinges” (25 de noviembre de 2021), que recordaba en todo al de los faraones. Las viviendas entre los dos sitios fueron arrasadas, y con ellas, edificios históricos, como el Palacio de Tawfik Pasha Andraos, de 1897. Los sucesivos programas de rediseño urbano aplicados a la antigua ciudad tebana tienen como objetivo hacer tabula rasa del tejido urbano para establecer un plano ideal de “museo al aire libre”, fantasía de una capital turística que se caracterizaría por lo pintoresco, pero estaría vaciada de sus habitantes.
La obra se inició bajo la presidencia de Hosni Mubarak. En 1996 se lanzó, con el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Comprehensive plan of Luxor city project. Administrado por la agencia estadounidense Abt Associates, ejecutora de numerosas obras financiadas por la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), el proyecto debía supuestamente luchar contra la pobreza y crear empleos a través del reordenamiento de la región. Desde 2006, mientras que el centro de la ciudad de Luxor fue pintado de amarillo, las excavadoras del ejército invadían las calles. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) reaccionó cuando le llegó el rumor de un controvertido proyecto de muelle de concreto sobre el Nilo que ofrecería una vista panorámica sobre el sitio antiguo. Tras una pulseada entre Zahi Hawass, el ex ministro de Antigüedades de Egipto y la UNESCO, el proyecto fracasó; pero no se perdonó al resto de Luxor.
“Desplazamos personas, reconfiguramos el espacio con fines puramente turísticos y de facilidad de acceso, de manera tal que los turistas estén lo menos posible en contacto con los locales”, señala Gamblin que hace notar la continuidad en la materia entre la época de Hosni Mubarak y la de Al Sisi. En este caso, el rediseño de la ciudad de Luxor se inscribe en una economía capitalista y monopolística del turismo. La renta, que se deriva de la misma, es administrada a través de asociaciones público-privadas (APP) –de hecho, una cláusula nacional prohíbe a las agencias turísticas no-egipcias trabajar en el país sin socios–. O sino, solo el sitio turístico se beneficia de una parte del maná financiero. Así, la puesta en valor del patrimonio arqueológico pasa por una asepsia urbanística que tiene como fin principal que el tráfico sea más fluido y facilitar la circulación de los buses turísticos, y que se adapta perfectamente a los desafíos securitarios que surgieron a partir de los años 1990, a raíz de los atentados.
Turismo con escolta militar
Hasta 2016, les resultaba imposible a los extranjeros ir a ciertos sitios del sur del país, como Abu Simbel, sin una escolta militar. Si bien las reglas se relajaron desde entonces, los puestos de control militares aún están presentes en las rutas del sur, en las que se suceden grandes buses y minibuses, cuya única parada autorizada es una pausa en un puesto de bebidas.
La obsesión que alimenta el régimen respecto de los grandes ejes de circulación encuentra su aplicación en un plan decenal establecido desde la llegada de Al Sisi al poder, en 2013, que tiene como meta hacer del país uno de los principales centros mundiales de transporte y de logística. Si bien da pie a una reserva inagotable de bromas en los cafés egipcios, la construcción en todos los sentidos de ejes viales ha sido erigida en necesidad y razón nacional, que justifica cualquier obra potencialmente litigiosa que el gobierno busque realizar haciendo intervenir particularmente a las empresas del ejército (3). Si ciertas autopistas tienen el mérito de recubrir canales de irrigación transformados desde hace tiempo en basurales, acompañando así una política de saneamiento y de reducción del estrés hídrico, su construcción a menudo reduce los territorios rurales, o implica la destrucción de zonas urbanizadas de las que el gobierno desea deshacerse en (…)
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