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Enclaves y zonas tapón en Medio Oriente

En los intersticios de las fronteras

En Medio Oriente, desde hace diez años, se multiplican las territorialidades de excepción, surgidas principalmente de conflictos. Aunque estas “zonas tapón” no son nuevas, como fue el caso de las misiones de interposición de las Naciones Unidas, su crecimiento reciente y sus formas más unilaterales obligan a preguntarse tanto sobre las razones de su aparición como sobre el modo de analizarlas.

Desde 2018, en Siria, la gobernación de Idlib y la parte noroeste de la gobernación de Alepo constituyen un enclave de facto bajo el control de fuerzas rebeldes al régimen de Damasco, con el patrocinio protector de Turquía. Este caso ilustra cómo un territorio fronterizo puede convertirse en un lugar de interposición entre beligerantes de un mismo país (fuerzas del régimen, milicias islamistas) y a la vez un desafío político (influencia y presencia militar turca). Se hable de buffer zones (“zonas tapón”), de no man’s land o de safe zones (“zonas de seguridad”), todas estas denominaciones hacen referencia a un régimen político de excepción, ya sea por la prohibición para los civiles de acceder a él, por las medidas de desmilitarización que se les aplican o incluso por el ordenamiento territorial que encarnan durante un conflicto. En los últimos años, varias zonas de conflicto en Medio Oriente vieron resurgir estos procedimientos mediante la ocupación militar con fines estratégicos.

En la década de 1990 se puso de moda la noción de “zona gris” (1) para describir las áreas que escapaban al control de un Estado central, como las zonas tribales de Pakistán Occidental. Fue el producto, además, de un contexto post-bipolar cargado de incertidumbres. Posteriormente, algunos intentos teóricos permitieron ir más allá de esta categoría, como la rehabilitación crítica del concepto de “zona tapón” (2), muy marcado sin embargo por una lectura estratégica que olvida el destino de los actores, o la conceptualización del término “no man’s land” (3), entendido como un espacio cerrado y abandonado donde las poblaciones forjan medios de movilización originales. Para abarcar todas estas realidades territoriales, querríamos proponer aquí la noción de “espacio intersticial”: un espacio cerrado, poco regulado, débilmente institucionalizado, frágil y en movimiento; un espacio que genera minorías y actores relegados. Quienes, en este contexto, pueden aprovechar la oportunidad para redefinir y transformar su entorno (4).

Garantías institucionales
Se pueden distinguir los espacios intersticiales reconocidos internacionalmente de los que no lo son. En la primera categoría figuran dispositivos territoriales como las zonas tapón o las no man’s land que poseen garantías institucionales estatales e internacionales que permiten el respeto de los derechos de quienes viven allí, a pesar del estatus particular del territorio. El reconocimiento de iure del estatus de estas zonas intersticiales, resultante de un acuerdo entre las partes enfrentadas, es un punto clave que garantiza una cierta estabilidad, sin que ello signifique que este estatus sea inmutable. Concebidos en el marco de la Convención de Ginebra (1951) para proteger en el corto plazo a la población civil en el marco de un conflicto, estos acuerdos se fueron extendiendo con el tiempo como una modalidad del post-conflicto. Es el caso, por ejemplo, de la Línea Verde, bajo control de las Naciones Unidas, que separa las zonas turca y griega de Chipre. O de los Altos del Golán, territorio sirio ocupado por el ejército israelí desde 1967, donde una misión de observación de la ONU patrulla una no man’s land desmilitarizada entre Siria e Israel tras la guerra de Yom Kippur de 1973.

En ambos casos se supone que el paradigma de la “buena frontera” desmilitarizada generará “buenos vecinos”, según una fórmula clásica de ingeniería de la paz. Sin embargo, la realidad sobre el terreno demostró los límites de este modelo: no se negocia ni se discuten las causas profundas de los conflictos, lo que conduce a eternizar estas soluciones provisorias. De hecho, en Chipre falta voluntad política y las negociaciones de paz se estancaron. Del mismo modo, en los Altos del Golán, la misión de la ONU no pudo hacer nada contra la anexión unilateral de este territorio por parte de Israel en 1981. Los límites de la acción de la ONU parecen evidentes, incluso cuando su presencia es más sostenida, como en el sur del Líbano, donde se desplegaron 14.000 hombres de la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas en el Líbano (FPNUL). Las violaciones casi diarias de la Línea Azul –la línea de retirada de las fuerzas israelíes (2000) bajo control de la ONU– y la persistente tensión entre Hezbollah e Israel ilustran claramente este problema.

En la segunda categoría, se encuentra una serie de dispositivos territoriales, impuestos por Estados o por actores no gubernamentales, estos últimos a veces apoyados por los primeros, en contextos de guerra y de colapso estatal. Como su independencia o autonomía no es reconocida internacionalmente, estos espacios están dominados, pero también fragmentados, por el orden miliciano, a sueldo de una potencia vecina o no, y su ocupación se basa en normas arbitrarias sin ninguna garantía jurídica para las poblaciones que allí residen y, a menudo, sin ningún observador externo. Constituyen, por tanto, lo que se puede llamar “espacios de excepción” (5). Fuera de Medio Oriente, vienen a la mente las repúblicas separatistas ucranianas de Donestk y Lugansk, que pasaron a la órbita rusa. O, en el Mashrek, el bolsón sirio de Idlib, controlado por grupos islamistas. Más sujetos a las fluctuaciones y los vuelcos geopolíticos, sometidos a una fuerte inestabilidad institucional, estos espacios no reconocidos internacionalmente suelen (...)

Artículo completo: 2 879 palabras.

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Daniel Meier

Investigador asociado en el Laboratorio PACTE/CNRS, Grenoble. Autor (dir.) de “In-Between Border Spaces in the Levant”, Mediterranean Politics, Londres, Vol. 25, N° 3, 2020.

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