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El conflicto en Ucrania abrió una nueva era

La amenaza de una guerra nuclear

Al anunciar que ponía a sus fuerzas de disuasión en estado de alerta, el presidente ruso Vladimir Putin obligó al conjunto de los Estados Mayores a actualizar sus doctrinas, en su mayoría heredadas de la Guerra Fría. La destrucción mutua asegurada –cuyo acrónimo en inglés, MAD, significa “loco”– ya no alcanza a excluir la hipótesis de ataques nucleares tácticos, pretendidamente limitados. A riesgo de un descontrol total.

El tono de la réplica –seco, por no decir exasperado– no se le escapó a nadie. “¡No se engañen! Esta idea según la cual vamos a enviar [a Ucrania] equipos ofensivos, aviones, tanques… Digan lo que quieran, cada uno de ustedes, eso se llamaría Tercera Guerra Mundial” (1). El 11 de marzo de 2022, Joseph Biden cerró la puerta a una oposición convencional directa entre Washington y Moscú, al rebatir vigorosamente las sugerencias de representantes y expertos a favor de una participación más directa de Estados Unidos en el conflicto. Al mismo tiempo, el presidente estadounidense afirmó que asumiría una eventual escalada a los extremos si la ofensiva rusa se extendiera al territorio de uno de los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Se estableció, por tanto, una distinción entre un espacio santuario, el de la Alianza Atlántica, y un territorio ucraniano que entra en una categorización geoestratégica específica. Según Washington, esto requeriría una compresión afinada de las relaciones de poder entre los actores enfrentados en el campo de batalla, un dominio de los grados de implicación operativa por parte de los partidarios declarados de Ucrania (en particular en lo que respecta a la naturaleza de las entregas de armamento a Kiev) y, sobre todo, la obligación de reevaluar permanentemente los límites de la voluntad rusa. El objetivo final es encontrar una salida negociada que sea aceptable tanto para Rusia como para Ucrania.

Algunos explican esta prudencia estadounidense haciendo referencia a las palabras de Vladimir Putin del 24 de febrero de 2022: “No importa quién intente interponerse en nuestro camino o […] crear amenazas para nuestro país y nuestro pueblo, deben saber que Rusia responderá inmediatamente y las consecuencias serán como jamás han visto en toda su historia”. Acompañadas de un aumento del nivel de alerta de las fuerzas nucleares rusas (“un régimen especial de alerta de combate), estas palabras entran en la categoría de chantaje. Y, por tanto, podrían llevar a juzgar la reacción del presidente de Estados Unidos como un retroceso. Ya el 27 de enero, en The New York Times, el editorialista neoconservador Bret Stephens, llamando a una restauración del concepto de “mundo libre”, advertía: “El éxito del agresor depende en última instancia de la rendición psicológica de su víctima” (2).

En efecto, sería tentador plantear que no le corresponde al agresor determinar el nivel de agresividad “aceptable” por parte de quienes, con la ayuda de los aliados, intentan defender la intangibilidad de sus fronteras y su existencia nacional. Pero esta observación podría aplicarse perfectamente a otras crisis internacionales pasadas, por ejemplo, el caso de Kuwait invadido por Irak en 1990. El problema es que, treinta años después, el territorio atacado es el de Ucrania, de dimensiones incomparables. Y que el agresor, Rusia, tiene argumentos estratégicos de carácter diferente a los de Saddam Hussein.

Doctrinas nucleares
Para entender lo que está en juego en las relaciones actuales entre la Casa Blanca y el Kremlin, así como el enojo de Joseph Biden con el maximalismo de algunos de sus compatriotas o aliados, quizás sea mejor remitirse a otra declaración, más antigua. En este caso, la declaración del ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergueï Lavrov, que afirmó en 2018 que la doctrina nuclear rusa “limita claramente la posibilidad de utilizar armas nucleares a dos escenarios defensivos: en respuesta a una agresión contra Rusia o a sus aliados por medio de armas nucleares o de cualquier arma de destrucción masiva, o en respuesta a una agresión no nuclear, pero únicamente si la supervivencia de Rusia se ve amenazada” (3). Las doctrinas nucleares quedan abiertas a la interpretación. Desde hace mucho tiempo existe un debate entre los estrategas especialistas en Rusia a propósito de la lectura correcta de este tipo de recordatorios doctrinales (4). El 11 de marzo, en la revista bimestral Foreign Affairs, Olga Oliker, directora del programa de Europa y Asia Central de la organización no gubernamental International Crisis Group (ICG), consideraba que “la frase de Putin ‘un régimen especial de servicios de combate’, aunque no se haya usado anteriormente, no parece indicar un cambio serio en la postura nuclear de Rusia” (5).

Pero, al menos en términos de percepción, lo que implica el segundo escenario mencionado en 2018 por Lavrov –“si la supervivencia de Rusia se ve amenazada”– no puede esquivarse en la crisis actual. La cuestión es si los líderes rusos consideran realmente el estatuto estratégico del Estado ucraniano, y por tanto su posible ingreso a la OTAN, como una cuestión vital. Si la respuesta es afirmativa, ello explicaría por qué, en contra de toda lógica formal, de toda razón política, ofreciendo al atlantismo de la OTAN un motivo para enfrentarse a él y dañando irremediablemente el estatus internacional de Moscú, estos líderes podrán haber considerado racional atacar unilateralmente a su país vecino. Y optar además por una “nuclearización” descarada de su diplomacia de crisis para excluir a cualquier otro Estado beligerante del enfrentamiento en curso.

¿Una maniobra cínica, que aprovecha las debilidades y vacilaciones occidentales, para maximizar la libertad de acción rusa? El ex primer ministro británico, Anthony Blair, se pregunta en su sitio Internet: “¿Es razonable […] decirle [a Putin] por adelantado que, haga lo que haga militarmente, descartaremos cualquier tipo de respuesta militar? Tal vez esa sea nuestra posición y tal vez sea la posición correcta, pero señalarlo continuamente, y eliminar la duda en su mente, es una táctica extraña” (6). Sin embargo, si la dimensión de maniobra es evidente, ¿quién podría decir hoy con precisión –asumiendo la responsabilidad de los acontecimientos futuros– hasta qué punto este cinismo táctico ruso, que lograría sus objetivos en la forma de una santificación agresiva exitosa, se mezcla con un elemento de convicción estratégica, alimentado por frustraciones cristalizadas? ¿Hay que subestimar la explosividad de esta mezcla si el síndrome obsidional ruso fuera “probado” frontalmente por Occidente en Ucrania?

Otros se han hecho estas preguntas mucho antes que Biden. Confrontado a la “línea dura” de su Estado Mayor en los primeros días de la crisis de los misiles en Cuba, en octubre de 1962, John F. Kennedy sintetizó el desafío decisional de ese momento crítico, no en términos puramente militares, sino esencialmente perceptivos. Al cuarto día de la crisis, la reunión del “Excomm” (Comité ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional) acababa de comenzar: “En primer lugar –comenzó el joven presidente– permítanme aclarar, desde mi punto de vista […] la naturaleza del problema […]. Antes que nada, debemos preguntarnos por qué Rusia ha actuado de esta manera”. Los archivos desclasificados de este momento clave en la historia de las relaciones internacionales muestran que Kennedy evocó entonces la solución de un bloqueo, la importancia de dejar una vía de salida a Nikita Jrushchov, la necesidad de evitar un ascenso a los extremos nucleares, preservando al mismo tiempo la credibilidad internacional estadounidense. El general Curtis LeMay, jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, contestó con descaro que “este bloqueo y esta acción política conducen a la guerra”. Antes de lanzar, lapidario: “Es casi tan negativo como el appeasement [la política británica de apaciguamiento respecto al Tercer Reich alemán] que precedió a Munich”. El intercambio fue tenso y agresivo. Kennedy, muy seco, agradeció a sus generales, todos los cuales fueron unánimes en aconsejarle una acción militar inmediata. En los días siguientes hizo exactamente lo contrario. “No tenían razón –concluye el historiador Martin J. Sherwin en un trabajo reciente sobre los procesos de toma de decisiones comparados en una crisis nuclear–. Si el Presidente no hubiera insistido en esta noción de bloqueo, si hubiera aceptado las recomendaciones del Estado Mayor, que también siguió la mayoría de sus asesores del ExComm, habría precipitado involuntariamente una guerra nuclear” (7).

¿Para qué las tenemos?
La (...)

Artículo completo: 4 323 palabras.

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Olivier Zajec

Profesor de Ciencia Política en la Universidad Jean Moulin-Lyon-III.

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