En febrero pasado, unos días antes de la invasión rusa, el presidente Joseph Biden intimó a los estadounidenses a abandonar Ucrania en cuarenta y ocho horas. Desde entonces, Estados Unidos regresó a dicho país, pero de otra manera. Sin arriesgar la vida de un solo soldado, aprovechan la sucesión de catástrofes provocadas por el presidente Vladimir Putin para acumular avances estratégicos: una Rusia duraderamente debilitada, una China incómoda por los reveses de su vecino, una Alianza Atlántica reforzada por la próxima adhesión de Suecia y Finlandia, una cosecha de contratos para los exportadores estadounidenses de cereales, de armas, de gas, medios de comunicación occidentales que trasmiten al unísono la propaganda del Pentágono. ¿Por qué los estrategas estadounidenses desearían acaso el fin de una guerra tan providencial?
No lo desean. Desde hace algunas semanas, se diría incluso que la única conclusión del conflicto a la que Estados Unidos consentiría realmente sería la de un triunfo romano de los ejércitos occidentales en Moscú, con Biden en la tribuna y Putin en una jaula de hierro. Para realizar su ya proclamado objetivo, “debilitar a Rusia”, desangrarla en realidad, Estados Unidos no escatima los medios: entrega de armas más ofensivas y más sofisticadas a Ucrania, asistencia a este país para que pueda ubicar y liquidar generales rusos, incluso hundir el buque insignia de su flota. Sin contar con que, desde hace tres meses, el Congreso estadounidense votó una ayuda a Kiev que corresponde a más del 85% del presupuesto militar ruso.
En un primer momento, Biden temía que una asistencia demasiado directa a Ucrania precipitara “una tercera guerra mundial”. Parece haber concluido que el chantaje nuclear de Moscú no era sino un bluff, y que Rusia, de la que había sobrestimado la potencia militar, podía ser acorralada sin peligro. Así, se suma a los republicanos neoconservadores para quienes toda concesión al expansionismo de Putin “equivaldría a pagarle a un (…)
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