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El millonario negocio de los derechos de autor

La financiarización de la música

Londres, febrero de 1968. Apuesto músico folk con formación en teatro y mimo, el joven David Bowie recibe de su editor una maqueta de la canción Comme d’habitude, que había sido lanzada en Francia unos meses antes. El desafío es grande: escribir la adaptación al inglés de este éxito, cuya versión grabada por Claude François acababa de alcanzar el primer puesto de los rankings en Francia. “Even a fool learns to love”, la adaptación que Bowie propuso unas semanas más tarde con vistas a convertirla en su próximo single, fue rechazada por el editor francés de la canción: el cantante británico no era lo suficientemente conocido en aquel entonces para que la propuesta pareciera rentable. Fue la versión escrita en 1969 por Paul Anka –artista y compositor de mucho mayor renombre– la que, bajo el título de My way, convirtió esta canción en una de las más populares del mundo. En un guiño a esta historia, Bowie utilizó la progresión armónica de Comme d’habitude como base de un próximo single, Life on Mars? Y, en un guiño de la Historia, esta canción le daría fama internacional.

Nueva York, enero de 2022. La editorial musical de Warner Music Group, Warner Chappell Music, que gestiona los derechos de todo el catálogo musical del grupo, anuncia que ha adquirido todo el repertorio de Bowie tras negociar con los derechohabientes del cantante. Esta transacción, que la revista Variety valora en más de 250 millones de dólares (1), se inscribe en una serie de compras de catálogos de artistas durante el último año. Tina Turner, Bob Dylan y Bruce Springsteen han sido noticia recientemente, no por el éxito de sus nuevos álbumes, sino por las astronómicas sumas por las que se han intercambiado sus respectivos repertorios –estimados en 50, 350 y más de 500 millones de dólares, respectivamente–.

Pagos a tres tercios
Entre estas dos fechas, la popularidad de David Robert Jones (nombre de nacimiento de Bowie) ha aumentado considerablemente. Se podría discurrir largamente sobre la legitimidad de sus herederos que, tras esta adquisición, podrán beneficiarse de una vida de rentas capitalizando esta popularidad por la que no han trabajado. También cabe preguntarse por la preferencia de las casas discográficas por asegurarse la posesión de los oldies goldies (literalmente, “viejos y dorados”) en su fondo de catálogo en lugar de apostar por los nuevos talentos. Pero lo importante en todo esto es que el rol de los derechos en el negocio musical se ha transformado, en consonancia con los cambios más recientes del capitalismo en su conjunto.

En lo que respecta a los derechos de propiedad intelectual, la industria de la música grabada ha pasado directamente del siglo XIX al XXI. En efecto, durante la mayor parte del siglo XX, los derechos de autor (y otros dispositivos similares, como el copyright anglosajón) sirvieron principalmente para organizar las relaciones entre los distintos agentes del sector de la producción y la distribución musical, según procedimientos codificados a más tardar en el siglo XIX. La creación, en 1850, de la Sociedad de Autores, Compositores y Editores de Música (SACEM, Francia), sociedad de recaudación y reparto de derechos de autor entre los distintos derechohabientes, confirmó así criterios específicos de reconocimiento, como la definición de obra y originalidad. Estableció el principio de pagar los derechos en tres tercios –a los autores, compositores y editores– en proporción al volumen de difusión, en una gama de medios que se ha ampliado mucho con los inicios de la cultura de masas (fonógrafo, radiodifusión, cine, etc.). En el marco de la producción fonográfica, los derechos de autor han representado así el principal método de remuneración de los trabajadores creativos (autores y compositores). Este sistema de remuneración tiene una ventaja innegable para el editor musical, que es el principal inversor en el sector. Al no ser un sistema salarial, permite al editor no pagar al grueso de la mano de obra al principio de la creación. Dado que los autores y compositores son remunerados por derechos de autor, no se les paga realmente hasta que no se ha obtenido algún beneficio: son ellos quienes asumen la mayor parte de los riesgos vinculados a la incertidumbre de la valorización, que es de gran importancia en las industrias culturales (2). Así se organizaba una industria cuya actividad principal consistía en producir y distribuir grabaciones: los derechos de autor servían para remunerar a los principales creadores y garantizaban a los editores el control de las diferentes versiones, como en el caso de la adaptación al inglés de Comme d’habitude.

El pago de (...)

Artículo completo: 2 445 palabras.

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Christophe Magis

Profesor de Ciencias de la Información y la Comunicación, Universidad París 8.

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