En algunas décadas, la justicia penal internacional logró considerables progresos, no dejando teóricamente a ningún jefe de Estado o dignatario sospechado de crímenes masivos fuera del alcance de su mano. Una inmensa ambición para la humanidad que sin embargo sigue trabada y es blanco de acusaciones de parcialidad (1).
En 1993 y 1994, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas creó dos tribunales penales internacionales, uno para la ex-Yugoslavia (TPIY) y otro para Ruanda (TPIR). Estas innovaciones judiciales suscitaron una dinámica que llevó al nacimiento de una instancia universal, la Corte Penal Internacional (CPI), por medio del Estatuto de Roma entrado en vigor el 1º de julio de 2002. Ésta pudo cohabitar con tribunales penales ad hoc: Camboya, Sierra Leona, Líbano, etc. Hoy en día, 123 países sobre los 193 con los que cuenta la Organización de las Naciones Unidas (ONU) adhieren a la CPI, con la notoria excepción de ciertos Estados entre los más poderosos: Estados Unidos, Rusia y China, India, Israel, así como la mayor parte de los países árabes (salvo el Estado de Palestina, Jordania y Túnez). Sin embargo, los dirigentes de esos pesos pesados a menudo figuran entre los autores de los crímenes más graves (de guerra, contra la humanidad, de agresión, genocidio). Aún peor, esas grandes potencias intentan abiertamente sabotear los progresos de la justicia penal. Así, el presidente Donald Trump, furioso por la apertura de una investigación sobre los crímenes del ejército estadounidense en Afganistán, privó de visa, en abril de 2019, a la procuradora de la CPI, la gambiana Fatou Bensouda. Una investigación en la actualidad “suspendida”, oficialmente por falta de medios. Estados Unidos también hace presión sobre los gobiernos extranjeros con el propósito de que se comprometan a nunca llevar ante los tribunales a un ciudadano estadounidense.
Incomodidad en las diplomacias
En apariencia buena alumna, Francia fue una de las primeras en ratificar el Estatuto de Roma. Sin embargo, “venderá cara su firma”, como lo revela un informe del Senado en 1999 (2). Tras bambalinas, intentó en vano lograr que los crímenes de guerra sean excluidos de la nueva jurisdicción con el propósito de proteger a sus ciudadanos. Francia logró obtener a último minuto la añadidura de un artículo 124 que le permite a un Estado miembro rechazar durante siete años la competencia de la CPI por crímenes de guerra cometidos por sus ciudadanos o sobre su territorio. Fue el único país con Colombia en ratificar el Estatuto al activar este artículo. El ministro de Relaciones Exteriores de ese entonces, Hubert Védrine, le indicó entonces al Senado que se trataba “de evitar (…) las (…) denuncias abusivas, sin fundamento, teñidas de segundas intenciones políticas y cuyo único objetivo sería el de avergonzar públicamente durante algunos meses al país en cuestión”. Francia debió finalmente renunciar a esto en 2008.
Al haber participado en los trabajos preparatorios en los años 90 en Nueva York, puedo testimoniar del carácter muy restrictivo de los contra-proyectos que París intentaba promover. Se trataba de limitar las posibilidades de petición de pronunciamiento del Procurador, así como de definir lo más estrechamente posible los crímenes internacionales. Cuando el estatuto se firmó, Francia, así como varios otros países, destacó el gran paso logrado, pero en realidad, en las sombras, temía la autonomía de una CPI cuya actuación era percibida (con toda razón) como pudiendo molestar a las diplomacias.
La competencia de la CPI se funda esencialmente sobre el criterio del territorio en el que se cometió el crimen y mucho más marginalmente sobre el criterio de la nacionalidad del sospechoso. Notable innovación: las inmunidades de los dirigentes en ejercicio ya no los protegen de ser juzgados, como fue el caso con el presidente de Kenia Uhuru Kenyata en 2014, quien fue investigado durante un tiempo, en razón de las violencias que marcaron el escrutinio presidencial de 2007, antes de que los cargos fueran abandonados.
Derecho a veto
El “dos pesos, dos medidas” estaba desde el comienzo implícitamente presente en el Estatuto de la CPI ya que la única posibilidad de universalizar su actuación (es decir sin condición de territorio ni de nacionalidad) se encuentra en las manos del Consejo de Seguridad que puede tomar el control de la oficina del Procurador. Sin embargo, el derecho de veto de los cinco miembros permanentes aniquila esta posibilidad cuando sus intereses o los intereses de sus aliados están en juego. Así, Rusia lo ejerció en varias oportunidades para proteger a su aliado sirio Bashar Al-Assad, sospechado de crímenes contra la humanidad y de crímenes de guerra debido al muy probable uso de armas químicas contra la población civil (3). (…)
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