Este año ha cobrado especial notoriedad la fuerte demanda ciudadana por introducir elementos de salud mental en el campo específico de la educación. Los motivos de fondo son muchos: desde el profundo deterioro de la educación pública chilena, la segmentación de la educación universitaria, la segregación general del sistema educativo y el regreso a la presencialidad luego de dos años de pandemia como factor desencadenante de problemas de adaptación inmediata al nuevo contexto.
Los análisis del malestar social siempre parecen desembocar, no sólo en el caso de Chile, a la relevancia del factor educativo, que parece tensionado por el replanteamiento general de las responsabilidades y del rol del Estado. Pero si el campo educativo era visto tradicionalmente como mecanismo de integración y desarrollo económico, ahora adquiere otras tonalidades y sensibilidades, ligadas a la contención de carencias socioemocionales y relacionales que no se encuentran resguardadas en el campo privativo de la familia o en otras instancias de socialización. Y ahí aparece la centralidad de la salud mental como demanda política.
Si bien no es nueva ni extraña la expectativa social por más y mejor educación, gratuita y de calidad, es novedosa su vinculación cada vez más directa por una política centrada en proveer más y mejor salud, también gratuita y de calidad. Esta intersección es clara si se aprecia que en Chile el gasto total en salud como porcentaje del PIB es el más bajo de los países de la OCDE, sólo después de México. Pero Chile, además de ser el país que menos gasto fiscal destina a salud entre los países de la OCDE, también es el país que tiene mayor gasto privado en esta área, lo que recae directamente en el bolsillo de las familias. El aporte fiscal real es de tan sólo 25%, por lo que, en sintonía con lo ocurrido en educación, la salud es una de las áreas sociales más privatizadas del mundo, superando los estándares de privatización de Estados Unidos.
Si bien esto se refleja en todos los ámbitos de las políticas de salud, el campo más privatizado o descubierto desde el campo público es el que refiere a la salud mental. Aunque se puede constatar en la última década un incremento en los fondos públicos destinados a salud mental, estas cifras están lejos de relevar la centralidad que esta dimensión tiene en la actualidad. Es evidente que no se ha dado a la salud mental el mismo nivel de importancia que a la salud física, y tampoco se cuenta con una legislación sanitaria que específicamente aborde los problemas de este campo.
Urge una legislación específica que resguarde derechos de pacientes con discapacidades y enfermedades mentales, y que asuma que en la actualidad muy pocas personas con trastornos mentales severos consiguen una inserción en la sociedad y mantenerse autónomamente con un trabajo remunerado. La nueva legislación en este campo debería operar con los principios fundamentales de calidad, equidad y universalidad, con el objetivo de ir más allá del mercado desregulado de la salud.
Otros aspectos que se han señalado dicen relación con la necesidad de regionalizar y descentralizar recursos, competencias y responsabilidades en este campo, asumiendo la participación de la población destinataria como un factor ineludible. En paralelo este programa de cambios requiere un sustantivo incremento en la inversión en investigación y desarrollo científico en salud mental, potenciando a las universidades mediante nuevos aportes al Fondo Nacional de Investigación en Salud (FONIS) que se centren en esta área.
Las propuestas del presidente
El programa del gobierno de Apruebo Dignidad se ha caracterizado por su interés explícito por la salud mental, destacado de una forma inédita en la historia chilena. Cabe por lo tanto revisar críticamente las medidas y propuestas que se propusieron en el programa presidencial, las pueden identificar los desafíos específicos que se deberían abordar en los próximos cuatro años en este campo. A continuación, se citan las principales afirmaciones (…)
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