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Viaje al corazón de la institución financiera

FMI, las tres letras más odiadas del mundo

Se abre la puerta del ascensor. Salen dos jóvenes mujeres que continúan su conversación en un idioma de Europa del Este. Sus credenciales indican que son búlgaras y economistas. La encargada de comunicaciones que nos acompaña, de origen palestino, nos presenta al historiador de la organización, que nos recibe, un economista indio, antes de guiarnos a la oficina de la responsable del departamento de estrategia: una economista con pasaporte turco. En el transcurso de nuestra visita, conoceremos a un ciudadano holandés, economista, a un francés, también economista, y a un japonés que nos pidió sacarle una foto delante del logo de la organización. Ejercía la misma profesión que los anteriores (1).

Para llegar a este pequeño paraíso para economistas internacionales, en el corazón de Washington, la capital estadounidense, caminamos siguiendo con los ojos un enorme helicóptero. Su estruendo parecía imperceptible para la mayoría de los peatones, evidentemente acostumbrados a esta clase de ir y venir. Tras bordear los jardines del Lincoln Memorial, la aeronave aterrizó en la Casa Blanca. Nos quedaba alrededor de un kilómetro por recorrer. Una distancia suficiente para pasar delante del Departamento del Tesoro, la Organización de Estados Americanos, la Reserva Federal, el Departamento de Estado, el Banco Mundial, así como el Museo de las Víctimas del Comunismo. Ocupando el centro de esta concentración de poder, nuestro destino: un edificio macizo con líneas que evocan la corriente arquitectónica brutalista, a excepción de la inspiración. Llegamos a la sede del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Creado tras la Segunda Guerra Mundial, al mismo tiempo que el Banco Mundial, para evitar que desequilibrios económicos internacionales desencadenaran nuevos conflictos, el Fondo fue dotado de una doble misión: coordinar las políticas monetarias en el marco de la reconstrucción; proveer de ayuda a los países con repentina falta de divisas a través de una caja común a la cual todos los miembros contribuyen. Sin embargo, con el paso de los años, la institución evolucionó y se convirtió en bastión de la ortodoxia neoliberal. Las reformas que exige a cambio de su buena labor –privatización, desregulación, austeridad... – determinan en gran medida las condiciones de vida de las poblaciones afectadas: ¿podrán acceder a la salud, ir a la escuela, alimentarse? De modo que acabamos de penetrar en los muros de una de las instituciones más cuestionadas del mundo.

Sin dudas, esto explica por qué el FMI les reserva un recibimiento tan particular a los periodistas. Aquí se destacan sus esfuerzos en materia de “transparencia” y “apertura”, pero se previene de entrada que todos los intercambios serán en “off” y que deberán ser validados, incluso tal vez reescribir las citas que se usarán. Las conversaciones se desarrollan en presencia de un encargado de comunicaciones que graba los diálogos. Lo cual plantea una pregunta, particularmente cuando la mirada de uno de nuestros interlocutores parece volver regularmente a la pantalla del dictáfono ostensiblemente apoyado sobre la mesa: ¿el aparato está destinado a los ojos del periodista o a los del asalariado? Nuestra investigación no obstante sugirió que el espíritu de rebelión no caracteriza a la noble institución. “Los lógicas de carrera cuentan en el FMI –dice con ironía la investigadora Lara Merling del Global Development Policy Center, un centro de reflexión progresista de la Universidad de Boston–. Y no se trepan los escalafones de la jerarquía alejándose de la línea oficial”. Basándonos en nuestras conversaciones, se vislumbran buenas perspectivas para la mayoría.

El Fondo trata bien a sus 2.400 asalariados. La remuneración de los economistas fluctúa entre 100.000 y 200.000 dólares por año. La de los jefes de departamento entre 320.000 y 400.000 dólares. El salario más bajo percibido, para un asistente de secretaría, es de entre 42.000 y 63.000 dólares. Las ventajas en términos de cobertura social, de jubilación, de teletrabajo, de licencias sabáticas, de reembolso de gastos familiares o de puesta a disposición de salas de meditación completan generosamente salarios en general netos, ya que únicamente los asalariados estadounidenses pagan el impuesto sobre el ingreso.

Provenientes de alrededor de 160 de los 190 países miembro de la organización, este pequeño mundo –formado en las mejores universidades (Politécnico o Escuela Nacional de Administración, por ejemplo, para el contingente francés)– habla un mismo idioma. Naturalmente se parece al inglés, el galimatías de los mercados. Un inglés singular que construye sus frases como la economía neoclásica imagina a la sociedad: se trata por ende de “partes interesadas”, de “mejores prácticas” y de “externalidades”. Se trata asimismo de un idioma plagado de neologismos “caseros”, a menudo abreviados bajo la forma de acrónimos cuyo dominio constituye una de las invisibles murallas que se levantan entre la fortaleza FMI y el resto del mundo. El visitante puede esperar tener que descifrar frases como “La MD les mencionó la IV sobre los CFM/MPM a los CSO” (“La Directora General les mencionó la nueva posición de la institución sobre los controles de capitales y las medidas macroprudenciales a las Organizaciones No Gubernamentales”). El Traductor de Google no sería de gran ayuda...

Monstruo financiero
En 2007, el investigador estadounidense James Raymond Vreeland comenzaba su obra sobre la más poderosa de las instituciones financieras internacionales con este comentario: “El FMI es muy conocido en el Tercer Mundo. (…) Sin embargo le es mucho menos familiar al común de los ciudadanos del mundo desarrollado” (2). En ese entonces el Fondo atravesaba una crisis existencial. La amargura de la pócima que administra terminó por llevar a la mayoría de los países a darle la espalda. Ese año, un spot de campaña de Cristina Fernández de Kirchner señalaba: “Logramos que tus hijos y los hijos de tus hijos no tengan idea de lo que significa el FMI”.

En estas condiciones, los préstamos otorgados por el Fondo a las capitales en dificultades, su principal razón de ser, se derrumban de 110 mil millones de dólares, a menos de 18 entre el 2003 y el 2007. La institución “no es más que la sombra de sí misma”, se felicita el economista Mark Weisbrot, que desde hace mucho tiempo denuncia su rol en el aumento de las desigualdades (3). Desde su nombramiento como director ejecutivo, el 28 de septiembre de 2007, al socialista francés Dominique Strauss-Kahn se le encomendó la misión de recortar la plantilla... algunos meses antes de que estalle la “gran crisis financiera” de 2007-2008. “Fue un episodio ridículo –nos confía un empleado que pidió permanecer en el anonimato (una exigencia que se repetirá en el transcurso de nuestra investigación)–. Se ofrecieron cifras enormes para incitar a las personas a irse. ¡A veces incluso a personas que fue necesario hacer volver casi enseguida!”.

Al llegar a Europa, la tormenta que estalló en Wall Street debilitó a España, Irlanda, Italia, Portugal y por supuesto, a Grecia. No solamente el FMI volvió al centro de la escena, sino que lo hizo en países avanzados en donde, a medida que la crisis se profundizaba, su nombre se volvía tan “familiar” como en el Sur. De manera que quince años después del comentario de Vreeland, las tres letras invocan una misma imagen en todos los rincones del planeta: el equivalente financiero de un monstruo. Las capitales del Viejo Continente conocen a partir de entonces los grafitis presentes hace largo tiempo en los países del Tercer Mundo. Como aquel observado en Lisboa en 2011, durante la llegada del Fondo a Portugal, que reformulaba su acrónimo: “Fome, Miséria, Injustiças” (“Hambre, Miseria, Injusticias”).

“Las personas tienen una mala imagen de nosotros, a menudo muy injusta”, alegan durante nuestras conversaciones, incluidas las informales, en el seno de la institución. Aquí, prefieren recordar los grandes principios presentados durante la conferencia de Bretton Woods que, en 1944, dio nacimiento al FMI: coordinación, mutualización y reciprocidad. Cerca de ochenta años después, la misma brújula guiaría el accionar del Fondo. El cual tiene dos componentes: vigilar y asistir.

¿Cómo funciona “la ayuda”?
“El artículo IV de los estatutos prevé que una vez por año todos los países miembro reciban una misión del Fondo para conversar sobre su situación económica en el marco de nuestra misión de vigilancia, –nos explica Christoph Rosenberg, un economista de origen alemán, ahora director adjunto del Departamento de Comunicaciones–. En la mayoría de los casos, nuestros equipos son directamente recibidos por el director del Banco Central”. El documento publicado resultante de esas conversaciones presenta un análisis de la situación del país, así como las recomendaciones del FMI. Las que fueron formuladas para Francia, publicadas el 26 de enero de 2022, al final de un documento de 83 páginas, invitan a París a poner en marcha la reforma de las jubilaciones previstas por el presidente Emmanuel Macron (a la vez que toman nota de “la oposición popular” con la que choca el proyecto), a proceder con una consolidación presupuestaria plurianual (hay que entender: una reducción del gasto público) y a liberalizar los “servicios no comerciales” (entre ellos, los servicios públicos).

“Algunos países están bajo vigilancia intensiva cuando nuestros equipos ven avecinarse los problemas. Para los demás, se trata más bien de una formalidad”, continúa Rosenberg. En 2007, Grecia pertenecía a esta segunda categoría. El informe del FMI se caracterizó en ese entonces por su serenidad: “El sector bancario parece sano, con una alta tasa de rentabilidad, así como posiciones sólidas en términos de capitales y liquidez”; “Anticipamos un crecimiento cómodamente superior al promedio de la zona euro”; “Grecia sorprendió sistemáticamente de manera positiva en el transcurso de los últimos años”. Dos años después, la crisis del euro reveló la fragilidad (…)

Artículo completo: 5 103 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de julio 2022
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Renaud Lambert

Jefe de redacción adjunto de Le Monde diplomatique, París.

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